No resulta extraño que cuando solicitaron a Francisco Ayala hablar sobre un pintor en el Museo Tyssen-Bornemisza fuese George Groz el elegido. El expresionista alemán había pintado el Berlín que don Francisco vivió de joven, en 1929, cuando fue a estudiar Derecho Político con el prestigioso doctor Treppel. Todavía no se había desarrollado el nazismo, aunque señales había de que la Europa de entreguerras habría de morir matando en una nueva.
Era el lejano 1929. Y en el año 2005, al terminar la edición definitiva de su libro Recuerdos y olvidos, ese mismo Ayala que había vivido la Alemania de las vanguardias, asegura (al borde de los cien años de edad) haber consultado en internet el registro de Ellis Island en Nueva York para documentar la llegada de su padre a aquella ciudad el 10 de enero de 1909. Desde el Crepúsculo de Groz y los cafés berlineses a internet, este intelectual español del siglo ha vivido todo el arco de un cambio de civilización y de cultura. Pero no ha sido de ello testigo inerte, ni melancólico sino vivo, inquieto, como lo era su firme y escrutadora mirada.
Hay muy pocos intelectuales que al tiempo que leían a Galdós, Quevedo o Cervantes (los tres escritores que recibieron sus mejores páginas críticas), fuesen capaces de escribir un ensayo titulado Indagación del cinema (1929). El cinematógrafo, cuando el cine se llamaba así, con el galicismo que señalaba su nacimiento. Es la primera reflexión de hondura que se hizo en España sobre el que había de ser el arte del siglo XX, igual que adelantó en sus Reflexiones sobre la estructura narrativa lo que muchos años después, otros difundirían como nuevo. Ayala fue siempre moderno, vanguardista, adelantado, porque nunca se contentó con el tópico. Ni siquiera quiso ser, a su vuelta a la España rota de los años sesenta, el ejemplo de exiliado, aborrecía de la foto fija, él que lo había sido junto a Max Aub, Guillén, Juan Ramón y otros muchos hijos de la España quebrada. Pero con igual entereza que se resistió a la dictadura, clamó luego por una España reconciliada, moderna, que evitase la foto fratricida que vivió en las carnes de su propia familia.
Al enterarme de la muerte de Ayala he pensado en que si Rafael Lapesa viviera, habría titulado su necrológica «Fabulación y magisterio del idioma. Paradigma del hombre sabio», que fueron las palabras que Ayala dedicó a don Rafael. En España nos hemos ido quedando en los últimos años sin los mejores testigos del siglo XX. Pero cuando nos sentíamos huérfanos de nuestras mejores estirpes, la institucionista y la orteguiana, estaba siempre Ayala; nos reconfortaba esa seguridad de tenerle ahí, emblema del hombre sólido, porque quizá eso obligase a alguno a escribir mejor o algún otro no decir sandeces como verdades. Ayala era una conciencia de escritor y de hombre libre, que desde sus primeros relatos vanguardistas, del cuento surrealista o la estampa cubista, se deslizó al perspectivismo de las novelas caribeñas, y de ahí a glosar en El rapto un lugar cervantino. Don Francisco siempre fue cervantino, pero para ese adjetivo no basta con ser buen escritor, hay que tener una mirada, una liberalidad, una forma de ser, que Ayala compartía con la agudeza de Quevedo, aquel látigo del idioma. Con ellos se encuentra ahora después de una vida plena.
José María Pozuelo Yvancos
www.abc.es
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