Un siglo de vida da para mucho, desde luego la de ser testigo de los avatares de toda una época, pero también la de ser partícipe de cambios abismales en la concepción estética del mundo. Bien puede decirse que, en este sentido, Francisco Ayala ha sido un privilegiado pues en cierto modo perteneció a la generación que, tras el ejemplo de Ramón, orteguianos ellos, cumplieron con mayor o peor fortuna el destino de las vanguardias para, luego, después de la Segunda Guerra Mundial volver a una literatura de honda crisis moral para, más tarde, retomar aquellas ideas originales pero depuradas ya de sus gestos agresivos, de batalla, casi totalitarios, en suma.
Sus libros cumplen con la ley de esta larga sombra que el siglo proyecta y alumbra luego. Comenzó con dos novelas de corte tradicional, «Tragicomedia de un hombre sin espíritu» e «Historia de un amanecer» para, enseguida, sumergirse en la vorágine vanguardista con «El boxeador y un ángel» y «Cazador en el alba», que cumplían con el canon orteguiano de la deshumanización del arte cuya lumbrera en el momento fue Benjamín Jarnés.
En estos libros, sin embargo, frente al dinamismo obligado existe un lado sombrío que dio sus mejores frutos, de hecho nos hallamos ya ante el Ayala maduro, con sus libros posteriores, «Los usurpadores», «La cabeza del cordero», «Muertes de perro», «El fondo del vaso», es decir, sus obras más acabadas, aquellas que pertenecen también a su labor de traductor, aquella en la que vertió a un elegante español el alto estilo de la prosa de Thomas Mann y su «Carlota en Weimar», en una defensa apasionada del ideal liberal en los años sombríos de la guerra mundial y la guerra fría, época en que conoció muy bien a Jorge Luís Borges y que, creo, coinciden en lo que fue su cumbre como narrador.
Luego, de esa inmersión en la corrupción moral del hombre, la obsesión temática en la que mejor desarrolló su personalidad, perfiló una intensa línea lírica en «El jardín de las delicias», libro donde, como en una pieza de relojería, se ensamblan la visión satírica y la lírica con esa tendencia objetiva que enlaza con sus años orteguianos.
Ayala, testigo de un siglo crucial, sí, pero hacedor de muchos de sus logros. Se dice que siguió la mirada del siglo. Creo que en parte la hizo.
Juan Angel Juristo
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