Un día caminando con Ayala por la Gran Vía, no hace muchos años, me dijo con su característica ironía: «Espero que no se hayan olvidado de mi». Yo me quede muy sorprendido pero noté en su rostro mucha nostalgia y melancolía por ser el último robinson de su generación que permanecía afortunadamente entre nosotros. Ayala era una persona crítica, rigurosa pero con una ironía y un sarcasmo que lo rejuvenecían.
Siempre interesado por el cine, era un asiduo de las proyecciones de su vecino Círculo de Bellas Artes. Visitante de sus exposiciones, al tanto de los conciertos, de las obras teatrales, nunca, a pesar de su edad que avanzaba sin cesar, dejó de estar al día del mundo intelectual y político que lo rodeaba. Él ya lo había sido todo y consideraba que no tenía nada más que decir, aunque todos lo animábamos a que siguiera opinando e influyendo con su magisterio.
De Ayala hablará mucha gente como testigo excepcional de todo un siglo europeo y español como fue el siglo XX lleno de conflictos y terrores pero él fue, sobretodo, un intelectual. Una persona que creyó que la Cultura y la Educación era esenciales para el desarrollo del ser humano aunque también, como otros intelectuales de su tiempo habiendo asistido al nacimiento y al desarrollo del nazismo en Alemania, se preguntó cómo un país como aquel en lo más alto de la gran Cultura había sido capaz de llevar a Europa a una guerra terrible. Y también vio claroscuros en el mundo soviético carente de libertad.
Ayala fue un gran narrador que entendió muy bien las vanguardias de entre guerras y cultivo una prosa vanguardista y, posteriormente, también una prosa de reflexión. Fue también uno de nuestros más grandes ensayistas y su figura literaria ha sido un ejemplo a seguir por todos nosotros. Yo siento su muerte como la de un gran maestro y un gran amigo que supo ser digno en cada uno de los momentos de su vida y que trató de enseñar y de ayudar a generaciones de estudiantes tanto en España como en América y en los Estados Unidos.
César Antonio Molina
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