El Muro de Berlín era una cárcel, levantada para convertir un país en una prisión y a sus habitantes en delincuentes. La explosión de libertad ocurrida el 9 de noviembre culminaba todos los intentos de salida previos y los esfuerzos de miles de personas por zafarse de la pesadilla comunista. Se derrumbaba un régimen y una ideología que habían causado cien millones de muertos, el sufrimiento de muchos más y el empobrecimiento de centenares de millones de personas en todo el mundo. El comunismo no pertenece al tronco común de ideas y de esfuerzos que en Occidente y luego en todo el mundo han ido haciendo posible un grado mayor de prosperidad y, a veces, de libertad. El comunismo, o el marxismo, fue lo contrario. Prometía la igualdad total, incluida la de la inteligencia, el final de las contradicciones y el fin del sufrimiento aquí, en la tierra, al alcance de la mano. Era la utopía hecha realidad, razonada en textos abstrusos, grotescos, auténtico insulto para la inteligencia.
En realidad, el marxismo y el comunismo fueron un intento, el más peligroso, de acabar con Occidente: con la vida política, con el pensamiento, con la religión e incluso con la sensibilidad occidental. El proyecto de construir una sociedad perfecta atrajo a muchos, en particular a bastantes intelectuales convertidos en imbéciles por vanidad. El placer de saber que se comprende el mundo y que se tiene la receta para arreglarlo les llevó a colaborar en la empresa de poner el mundo en manos de carceleros cuya mayor satisfacción era causar daño, todo el daño que pudieran. El Muro se derrumbó empujado por la gente que quería ser libre y occidental. Por unas muy peculiares circunstancias históricas, quedó claro que el comunismo no tenía más legitimidad que la violencia ni más motor que el sadismo bestial de los comunistas. Sobreviven, sin embargo, el afán igualitario y la promesa utópica. Todavía no han perdido su atractivo.
José María Marco
www.larazon.es
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