Hace unos días aseveró el ex presidente soviético, Mijail Gorbachov, en Berlín que el proceso que condujo a la caída del Muro se gestó años antes, no sin el consentimiento de Moscú. Casi dio a entender que él y sus colaboradores lo habían calculado. Y es cierto que su «perestroika» (apertura), la «glasnost» (transparencia) y la «coexistencia pacífica», que aplicó pese a la resistencia numantina del sector más recalcitrante del partido, abrieron la caja de Pandora que hizo saltar por los aires el comunismo en los países vecinos del Este europeo durante el otoño de 1989. Pero, a juzgar por el bandazo dado a su política tras ver cómo eran derribados, uno tras otro, los regímenes títeres del Pacto de Varsovia, es obvio que Gorbachov se asustó al percatarse de que la situación se le había ido de las manos. El imperio soviético se había empezado a desmoronar, y el destino de la URSS estaba sentenciado de forma irremediable. La guerra fría había acabado para el Kremlin en estrepitosa derrota.
Dentro de la Unión Soviética, los detractores de las reformas, capitaneados por el jefe de fila del ala dura del PCUS, Egor Ligachov, ya habían advertido a Gorbachov de que renunciar a la doctrina de la «soberanía limitada», con la que la URSS se reservaba el derecho de intervenir, incluso con la fuerza, en los asuntos internos de los países satélites socialistas, acarrearía consecuencias imprevisibles.
La misma insinuación le habían hecho los dirigentes de la República Democrática Alemana (RDA), Bulgaria, Checoslovaquia y Rumanía, molestos porque veían su sillón tambalearse e intuían que aquello no podía conducir a nada bueno. Pero Gorbachov continuó adelante con su «doctrina Sinatra», llamada así porque permitía a los aliados de Moscú actuar «a su manera», como decía en su canción (I did it my way) el famoso cantante.
Aunque el líder soviético no quisiera llegar muy lejos, se convirtió en símbolo del cambio que tanto anhelaban quienes estaban hartos de sufrir la opresión del sistema comunista. Su viaje a China, el 15 de mayo de 1989, atizó la revuelta de Tiananmen. Y su presencia en Berlín Este, a comienzos de octubre de 1989, para participar en las celebraciones del 40 aniversario de la RDA, soliviantó a las masas. Un mes después caería el muro. Nikolái Rizhkov, ahora senador y entonces presidente del Consejo de Ministros de la URSS, cree hoy que lo sucedido en la capital alemana el 9 de noviembre de 1989 «constituyó un gran paso hacia la caída del comunismo y la desintegración de la URSS», aunque señala que todo ello no dejó de ser puro símbolo.
La muralla de hormigón que separaba Berlín Este del Oeste era inservible después de que, a partir del 27de junio de 1989, el gobierno reformista húngaro abriese su frontera con Austria y ésta se convirtiera así en un coladero para los ciudadanos de la RDA que huían a Occidente.
Hungría avanzaba entonces a toda velocidad hacia el fin de la dictadura. Seguía los pasos de Polonia, que había formado su primer Gobierno no comunista en septiembre. Y el castillo de naipes terminó de venirse abajo con las revoluciones de Checoslovaquia, Bulgaria y Rumanía.
Aquel mismo año, el 23 de agosto, una cadena humana de 600 kilómetros, formada por cerca de dos millones de personas, unió las tres capitales bálticas, Tallin, Riga y Vilna, para pedir a Moscú la independencia de las tres repúblicas. Todo un presagio de lo que se le venía encima al Kremlin.
El primer paso hacia la independencia lo dieron los lituanos, vinculados históricamente a Polonia, católicos y fieles devotos del Papa Juan Pablo II, el gran impulsor del movimiento para enterrar el «socialismo real». Cuatro meses después, se produjo la primera escisión dentro de los comunistas soviéticos. El PC lituano decide apartarse de la tutela de Moscú. Una medida que obligó a Gorbachov a viajar a Vilna para intentar poner orden. Fue increpado entonces por una manifestación de más de 250.000 personas, la mitad de la población de la ciudad. No logró un compromiso con los dirigentes locales y, el 11 de marzo, el Parlamento lituano proclamó la independencia. De nada sirvió que Moscú considerase «ilegal» la decisión. La suerte del Estado soviético estaba echada. En aquella época nadie lo veía claro ni dentro ni fuera de la URSS. Pero los meses que precedieron y siguieron a la caída del Muro de Berlín fueron también los que marcaron el irreversible desmoronamiento de la URSS. El año 1989 fue decisivo para el destino del viejo imperio.
En 1989 la URSS retiró también sus tropas de Afganistán sin haber logrado los objetivos de la invasión y tras sufrir 15.000 muertos y sufrir un insoportable gasto económico. Malos augurios para un comunismo que Gorbachov se empeñaba en reformar para hacerlo viable.
La revuelta anticomunista en el patio trasero de Moscú se producía mientras el país sufría una gravísima crisis económica. La catástrofe de Chernóbil había contribuido a dejar limpias las arcas del Estado mientras el precio del petróleo caía sin cesar. Gorbachov hubiera querido que la nueva Alemania unificada no formase parte de la OTAN, pero tuvo que hacer de tripas corazón porque necesitaba urgentemente dinero en metálico y un aplazamiento del pago de la deuda externa. Hoy, sin embargo, algunos de sus críticos reprochan al padre de la perestroika no haber reclamado un precio económico más alto por la reunificación alemana.
Pero la URSS era entonces todavía un imperio y una superpotencia. Una cuestión de dignidad impedía a Gorbachov ir demasiado lejos en su papel de pedigüeño. En vísperas de la reunificación germana, el presidente soviético enfatizó que las ayudas de Occidente «no deben ser una limosna». El 12 de septiembre de 1990 se rubricaba en Moscú la unidad alemana. Un mes después, Gorbachov era galardonado con el Nobel de la Paz. Gorbachov era aclamado en Occidente, pero en la URSS las tiendas seguían vacías y la insurrección de las repúblicas rebeldes se exacerbaba al tiempo que estallaban los conflictos interétnicos en el Cáucaso. En enero de 1991, el Ejército protagonizó un intento desesperado de impedir que Lituania se desgajara de la Unión Soviética. Luego llegó el golpe fallido contra Gorbachov, que aceleró la disgregación de la URSS. El imperio ya eran sólo cenizas de las que surgió Borís Yeltsin, primer presidente de Rusia, y quince nuevos Estados.
Gorbachov nunca se enteró de que había caído el muro
No tuvo la menor intención de acabar con el comunismo. Al contrario, con su «perestroika» se hizo la ilusión de que reformaría el sistema, lo haría eficaz y capaz de competir con Occidente. Y se mantuvo en esa ilusión hasta que los duros del PCUS le dieron el golpe en 1991. Creía que el comunismo podía tener rostro humano. Que era posible un cierto margen de debate interno e incluso de autonomía entre los países súbditos del Pacto de Varsovia sin que el sistema reventara. Tan sobrado de fe andaba, que llegó a pensar que, aun después de que cayera el Muro, seguiría habiendo dos Alemanias y que una de ellas mantendría lealtad absoluta al Kremlin. Cuando visitó Berlín poco antes del derrumbe, los jóvenes germanoorientales le gritaban: «¡Gorby, sálvanos!». No era consciente de lo que le pedían. Ni se inmutó. El dogmático líder de Alemania del Este, Erich Honecker, le odiaba en silencio. Y se resistió hasta el último momento a acometer las reformas que predicaba el iluso «Gorby».
Era un hombre afable, dialogante y fundamentalmente pacífico. Ésta era la gran diferencia con sus predecesores. Algunos de éstos consintieron en probar a reformar el comunismo. Pero cuando comprobaron que éste era irreformable y que la única salida para alcanzar la normalidad era abandonar el sistema, recuperaron la ortodoxia con un baño de sangre. Así ocurrió en Hungría o Praga. Gorbachov no quiso emplear la violencia. Cuando le rompieron el Imperio porque la reforma era imposible, se limitó a predicar con buenas palabras y afables modales que algún día el comunismo terminaría ganando.
Rafael M. Mañueco - Moscú
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