sexta-feira, 25 de setembro de 2009

1912: se hundió el Titanic...

Sun Yat-sen.
El 1 de enero de 1912, un revolucionario llamado Sun Yat-sen, conocido en su país como Sun a secas y desconocido en el resto del mundo, puso fin a más de dos mil años de monarquía en China dando un cuartelazo en la Ciudad Prohibida de Pekín.

El mítico imperio chino, el de Marco Polo y los mongoles de Kublai Kan, se vino abajo en tres meses; y dio la casualidad de que, a modo de inauguración redonda, la república se proclamó el primer día del año; de nuestro año, claro, que no del de los chinos, que llevan una cuenta distinta y celebran el Año Nuevo cuando dios les da a entender, porque su calendario es lunar, como el de la Semana Santa.

Esta de China sería la primera y prácticamente última convulsión de un año relativamente pacífico que dio mucho de sí, especialmente en lo tocante a la aviación, que era una forma de jugarse el pellejo que había nacido con el siglo.

En 1912 se hizo el primer salto en paracaídas. El valiente que lo perpetró, un tal Albert Berry, se tiró desde una primitiva avionetilla sobre los sembrados de Missouri con un paracaídas casero. La proeza tenía su mérito, porque nunca antes se había conseguido salir con vida de una experiencia semejante. A lo largo del siglo, los ejércitos vieron las posibilidades de esa nueva arma (paracaidistas cayendo por sorpresa sobre la retaguardia del enemigo), y fueron creándose cuerpos especializados en todos los ejércitos del mundo, incluido, claro está, el español, cuya Brigada Paracaidista es sinónimo de bravura y mala leche.

A los pocos días de la solitaria gesta de Barry se produjo la primera misión militar aérea. La llevaron a cabo los italianos, que en aquel año se enzarzaron con los turcos en una guerra colonial por el control de Libia. El capitán Carlo Maria Piazza sobrevoló las líneas enemigas en el primer vuelo de reconocimiento del que se tiene noticia. Los dirigibles, entre tanto, bombardearon a placer las posiciones turcas. Al final, el gato al agua se lo llevaron los italianos, que pudieron ocupar Libia y las islas del Dodecaneso. Todo lo que se aprendió en aquella pequeña guerra se tuvo en cuenta, muy en cuenta, en la Gran Guerra.

El Titanic.
En 1912, el Progreso campaba por sus respetos. El 10 de abril zarpó del puerto de Southampton el mayor transatlántico jamás construido: era tan grande y de apariencia tan poderosa, que sus dueños, los propietarios de la White Star Line, le pusieron de nombre Titanic. Desplazaba 52.000 toneladas y medía 269 metros de largo por 28 de ancho. En el dique seco, de la quilla hasta el remate de las cuatro chimeneas tenía una altura de 53 metros. Todo en ese buque era excesivo: tenía capacidad para 3.500 pasajeros, 29 calderas y 159 hornos de carbón, 9 cubiertas, piscina, gimnasio, pista de squash, baño turco, una escalera central en madera noble que parecía sacada de un palacio escocés... De todo iba sobrado. Menos de botes salvavidas.

La noche del 14 de abril, en su viaje inaugural, con destino Nueva York, un iceberg se cruzó en su camino. Todo el lujo, los muebles de roble y castaño, los pianos de cola, las novedosas radios Marconi, las pertenencias de los pasajeros acaudalados se fueron al fondo del mar, a una sima oceánica de casi 4.000 metros de profundidad. De los 2.223 pasajeros que transportaba el barco gigante, murieron en las gélidas aguas del Atlántico Norte 1.517: los otros 706 fueron rescatados por el vapor Carpathia horas después de la tragedia.

Que el hundimiento del Titanic, un suceso luctuoso, pero suceso al fin y al cabo, quedase pegado con cola al año 1912 indica cuán feliz y tranquilo fue éste. En mayo, sólo un mes después de dicho drama, se celebró la Olimpiada de Estocolmo, que pasó sin pena ni gloria hasta que, 30 años después, se supo que el general George Patton había competido en ella en la modalidad de pentatlón, una disciplina durísima propia de generales infatigables, como demostraría ser nuestro hombre en la todavía lejana Segunda Guerra Mundial.

A final de año, y como prólogo anticipado de la gran guerra que estaba a la vuelta de la esquina, estalló la primera guerra de los Balcanes. Bulgaria, Grecia, Montenegro y Serbia atacaron por sorpresa al Imperio Otomano, que no daba pie con bola y se retiraba en todos los frentes. La contienda balcánica aún duraría meses y terminaría de dibujar el mapa de la Europa sudoriental... dejándolo más o menos como está hoy en día.

Mientras los turcos defendían sin demasiado entusiasmo lo que había sido suyo durante siglos, en la Puerta del Sol de Madrid Manuel Pardiñas, un anarquista que no estaba fichado por la policía, descerrajaba tres tiros por la espalda a José Canalejas, a la sazón presidente del Gobierno, que se encontraba echando un vistazo a los libros expuestos en el escaparate de la librería San Martín. Fue el primer magnicidio del siglo en España, y da idea de lo fácil que era en aquel tiempo liquidar a todo un presidente, aún un simple funcionario público que podía permitirse el lujo de pasear por la Puerta del Sol mirando los escaparates. Mucho han cambiado las cosas desde entonces. Hoy, un atentado como aquel sería imposible; y no por los dispositivos actuales de seguridad, los coches blindados y demás, sino porque los anarquistas ya ni están ni se les espera y los presidentes de Gobierno hace mucho que dejaron de interesarse por los libros.

Fernando Díaz Villanueva

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