America Latina es probablemente la región más inestable del planeta. La mezcla de unas ciertas tradiciones democráticas –inspiradas especialmente por su vecino del norte– con un exagerado caciquismo criollo respaldado generalmente por el ejército convierten a estos países en un hervidero revolucionario, con finalidades tanto regeneradoras como totalizadoras.
Pocos países pueden enorgullecerse en la zona de gozar de más de dos décadas de auténtica democracia ininterrumpida, pero uno de ellos es Honduras. Desde 1982, el país centroamericano ha resistido los envites revolucionarios y golpistas de manera ejemplar, gracias a un texto constitucional que proscribía el caudillismo, a unas fuerzas armadas al servicio de la Nación, a una ciudadanía no ideologizada y a una clase política que, salvo excepciones, no ha intentado socavar el orden jurídico.
Y esas excepciones tienen nombres y apellidos: Manuel Zelaya Rosales. El depuesto presidente hondureño fue elegido para el cargo en el año 2005, donde permaneció hasta junio de este año cuando el ejército, siguiendo las órdenes de la Corte Suprema, lo detuvo y lo expulsó del país por violar los artículos 373 y 374 de la constitución hondureña (que no permiten que el presidente convoque una consulta para reformar el artículo 239 que a su vez impide la reelección del jefe de Gobierno).
Incluso las democracias más consolidadas son susceptibles de corromperse ante el virus de Hugo Chávez que avanza por todo el continente. Por fortuna, la justicia y las fuerzas armadas actuaron como cabía esperar de ellas: haciendo valer la constitución (depositaria de la soberanía popular) sobre las ambiciones personales de corte autocrático.
Por supuesto, la expulsión del golpista Zelaya no le hizo ninguna gracia al también golpista Hugo Chávez, instigador e inspirador de la estrategia subversiva que seguía el primero para desmontar el régimen hondureño y perpetuarse en el poder. Pero de la frustración del tirano Chávez y del aspirante a tirano Zelaya no debería haber motivado ninguna reacción entre el Occidente democrático. Si acaso una cierta alegría por la resolución de un conflicto que demostraba que las instituciones pueden funcionar en Latinoamérica frente a la ofensiva bolivariana sin necesidad de imponer una dictadura militar.
Pero por lo visto la política de demagógico y falso apaciguamiento que sigue la administración Obama para marcar las distancias con su predecesor en el cargo ha arrastrado a la comunidad internacional a alinearse con las dictaduras en contra del bastión democrático hondureño.
La hipocresía es de tal calibre que unos mismos países afirman estar defendiendo la democracia, cuando las instituciones hondureñas habían depuesto a Zelaya por pretender destruir la democracia y cuando son plenamente conscientes de cuáles son los planes de Chávez para con Honduras. O blanden el principio de no injerencia en los asuntos internos de un país extranjero para no denunciar las opresiones estatales que sufren muchos países al tiempo que Brasil ayuda a infiltrar a Zelaya en Honduras y convierte su embajada en un cuartel general desde el que promover un sangriento enfrentamiento civil y coordinar el chantaje no sólo contra el Ejecutivo de Micheletti, sino sobre todo contra los comicios presidenciales de noviembre.
Porque no nos engañemos, Zelaya no quiere regresar al poder –y el resto de Occidente no quiere reintegrarle en el mismo– para quedarse dos meses y pasarle el testigo al vencedor de las elecciones. No, la finalidad de la incursión del golpista hondureño es abortar los comicios, decapitar a los mandos militares, perseguir a la magistratura, purgar a la clase política y reformar el sistema con la aquiescencia tácita de una comunidad internacional que se olvidará del país tan pronto como termine la labor propagandística de restaurar el mando de Zelaya.
En este sentido, pues, no hay mediación que valga. No hay nada que negociar entre un comisario de Chávez y un Estado de Derecho. Especialmente cuando la aceptación a regañadientes de esa mediación ha venido precedida por todo tipo de presiones, como la retirada de los visados por parte de Estados Unidos o la congelación de fondos por parte del FMI; medidas que, paradoja entre las paradojas, Occidente no se atreve a adoptar con otras países que sí son dictaduras y que sí suponen una amenaza para su sistema de libertades.
Y es que, la estampa de Zapatero sumándose entusiasta al proyecto bolivariano de Chávez desde una tribuna rodeada de dictadores no extrañará a ningún español. Pero que eso mismo lo hagan los Estados Unidos y el resto de democracias occidentales sí empieza a resultar más llamativo y preocupante: no sólo han renunciado a defender activamente la democracia, sino que contribuyen pasivamente a destruirla. Lo peor, sin embargo, es si detrás de esa actitud no se esconde cobardía, sino una crisis de valores democráticos profunda que también está afectando a nuestra clase política casi tanto como a la latinoamericana.
Editorial LD
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