El comunismo murió en 1989; lo que ocurre, como dijo alguien, es que nadie ha visto todavía su cadáver. En realidad, más que un fallecimiento, el marxismo ha sufrido una transformación, una especie de transmigración ideológica que le permite seguir subsistiendo en el mercado de las ideas. |
El progresismo, heredero vergonzante del marxismo clásico, es una ideología igual de utilitarista que el comunismo de toda la vida, en el sentido de que el principal objetivo de ambas es proporcionar a un grupo de ungidos suficiente poder como para que realice experimentos sociales con el resto de la población sin sufrir las consecuencias.
Desprestigiado hasta lo grotesco a la vista de sus resultados, el marxismo, travestido ahora de progresismo, ya no trata siquiera de fingir que su objetivo es liberar a la clase obrera del yugo capitalista. Y es que los obreros no quieren hacer la revolución, sino comprarse un piso en la playa; y los progres, que tradicionalmente fingían defenderlos, con el capitalismo viven muy bien.
La lucha de clases no enfrenta ya a obreros con patronos ni a burgueses contra proletarios, sino a los progresistas contra los contribuyentes. La diferencia es que mientras el comunismo perdió la batalla contra aquellos a los que declaró sus enemigos (no sin antes cargarse a cien millones de seres humanos), los progres de hogaño hace tiempo que ganaron la guerra, como lo demuestra el hecho de que, a pesar de su condición de parásitos sociales, sus opiniones sigan contando con un gran prestigio entre la mayoría de los ciudadanos, cuyos bolsillos fagocitan sin desmayo.
Las astracanadas asamblearias que protagoniza el progresismo actualmente en el poder en España, entonando cánticos trasnochados y levantando el puño como los leninistas de comienzos del siglo pasado, no son obviamente un homenaje a sus antecesores, sino una coartada para mantener viva la ficción de que la izquierda siempre ha luchado por la libertad, la democracia y la clase obrera, y que entregarle el poder es la única forma de que todos alcancemos la felicidad.
Levantar el puño, o agarrarse un cuerno, como decían en tiempos los falangistas coñones, más que un gesto amenazante es ya una mueca grotesca para identificarse con la historia de la izquierda, que a pesar de su vileza y capacidad dañina sigue conservando cierto prestigio gracias a la universidad pública y los medios de comunicación de masas.
Si los socialistas actuales dijeran la verdad, es decir, que no tienen ni idea de cómo funciona la economía y que su objetivo se reduce a mantener a las nuevas hordas de progresistas, enquistadas en los miles y miles de instituciones y organizaciones sociales financiadas con dinero ajeno, a cambio de que movilicen el voto popular a su favor, probablemente hasta Rajoy tendría posibilidades de gobernar algún día.
Ellos no lo van a decir, claro, porque socialista no siempre es sinónimo de tontito, pero la sociedad española necesitaría alguna voz, además de la de nuestro grupo de comunicación (cada vez más potente, dicho sea de paso), que hiciera ver a los consumidores de telebasura que las ideas de izquierda perjudican en todo momento y lugar, especialmente a las clases más desfavorecidas, convertidas en carne de cañón a cambio de un subsidio que previamente le ha sido expoliado a través de unos impuestos cada vez más confiscatorios.
Por eso no merece la pena molestarse con las performances manuales de las pajines y las aídos. Al contrario, lo mejor es que sigan haciéndose pasar por revolucionarias con triple sueldo a costa de los trabajadores, a ver si algún día la masa que les vota detecta algún indicio que de que le están tomando el pelo y, de paso, robándole la cartera. Mientras tanto, que algún alma caritativa les construya una carpa de circo.
Pablo Molina
http://findesemana.libertaddigital.com
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