Grandes tramos de eso que, a falta de un nombre mejor, llamamos pasado y que, a decir de los teóricos, constituye la materia de la historia son lisa y llanamente suposiciones, a veces bien y a veces –a diario– mal intencionadas. |
Dice la prensa que la cueva de Altamira es cuatro mil años más antigua de lo que se daba por cierto, es decir, se suponía. Lo acaban de descubrir. La datación anterior, que proporcionaba a la presencia humana 18.000 años, se había hecho mediante la prueba del carbono sobre las pinturas halladas en el lugar. Ahora se afirma que "los cazadores del Paleolítico habitaron la cueva desde hace 22.000 años".
Es la conclusión de un trabajo desarrollado por los investigadores del Museo de Altamira "revisando las excavaciones que se hicieron en la cueva a principios del siglo XX por pioneros como Alcalde del Río, Breuil u Obermaier", informa el ABC del 4 de setiembre, comentando la próxima publicación de un artículo, titulado "La cueva de Altamira: nuevos datos sobre su yacimiento arqueológico (sedimentología y cronología)", firmado en primer lugar por el actual director del depósito, José Antonio Lasheras, quien sostiene: "No han encontrado nada que no vieran hace un siglo Herminio Alcalde del Río o Hugo Obermaier, que excavaron en el interior de Altamira en 1903 y 1924, ni que no estuviera allí cuando Joaquín González Echegaray y Leslie Gordon Freeman volvieron a explorar el yacimiento en 1980". Lo que declara Lasheras a EFE es: "Hemos mirado mejor lo que ellos mismos vieron".
Pues en eso consiste la historia: en mirar mejor. ¿Mirar qué? Lo que queda del pasado. Por eso, el relato de lo que se supone que ocurrió varía constantemente. El pasado depende de la mirada del presente.
El pasado es reelaborado por cada nueva mirada y resulta en un nuevo relato.
Ahora estamos seguros de que los bisontes polícromos de Altamira corresponden al período Magdaleniense del Paleolítico Superior, es decir, a hace unos 14.000 años. Y de que otras figuras, de manos y caballos, rojas, que no se pueden datar con carbono 14 y que hasta la fecha se habían asociado al Solutrense (18.000 años), corresponderían en realidad al Gravetiense, lo que parece lógico a los arqueólogos en términos de estilo. Las nuevas pruebas llevan la edad del estrato más profundo de la cueva a hace exactamente 21.910 años.
¿Hay algo de lo que sorprenderse? No.
Pero la historia no es sólo arqueología. Los documentos se pierden, mueren en su mayoría con la época que los generó. La Antigüedad es un constructo. Luciano Canfora, en el capítulo inicial de su espléndida Prima lezione di storia greca [Aproximación a la historia griega, Alianza Editorial, Madrid, 2003], una obrita devastadora para los místicos del documento, pone en claro el problema:
Un verso de Eurípides dice que "el mar lava todos los males de los hombres". El mar se ha tragado buena parte de la civilización antigua. Terencio, poeta africano que escribía comedias en latín que traducía del griego, volvía de Grecia con más de un centenar de comedias de Menandro: murió en el naufragio que cubrió de duelo su viaje y se tragó, junto con el poeta, esa valiosa carga. También Menandro murió en el mar, mientras nadaba en el Pireo. Hacia el final de su Anábasis, el ateniense Jenofonte –el aventurero alumno de Sócrates que penetró en el corazón de Asia como periodista tras un ejército de mercenarios, y fortuitamente regresó con los supervivientes– cuenta que la costa europea del Mar Negro, el llamado territorio de los "comedores de panojas de mijo", estaba sembrado de restos de naves. En esas carcasas, presa ambicionada por los "comedores de panojas", había mercancías de todo tipo: entre otras, "cajas de madera llenas de libros escritos en rollos". A partir de estas palabras, cualquiera sea el modo en que se las quiera entender, estamos autorizados a fantasear sobre la ruta comercial que llevaba libros griegos, junto con otras mercancías, a lo largo de la costa del Mar Negro. Estas escenas marítimas podrían simbolizar nuestra relación con la historia griega: la valiosa carga que desaparece bajo el agua junto con el poeta y los cargamentos de libros que terminan entre los bárbaros como consecuencia de los frecuentes naufragios. Fragmentos de documentación, islas frente a todo lo que el mar –el metafórico mar del tiempo– se ha tragado sin que haya quedado huella ni recuerdo. Nosotros nos limitamos a juntar los trozos que han sobrevivido por casualidad a un total quebranto.
No conocemos realmente la obra de Menandro, aunque el redactor del correspondiente artículo de la Wikipedia dice que "escribió ciento cinco piezas, de las cuales una ha llegado a nuestros tiempos completa, Arisco (Dyskolos), y seis casi enteras, Arbitraje, Detestado, Escudo, Rapada, Samia y Sicionio (títulos originales, Epitrépontes, Misoúmenos, Aspís, Perikeiroméne, Samia, Sicyonios), así como escenas sueltas de 18". Claro que el hombre no se lo sacó de la manga, repite lo que se repite, pero, una vez leído lo que anota Canfora, que no es precisamente un indocumentado, y nunca mejor dicho, sabemos que nadie puede asegurar nada parecido a que "escribió ciento cinco piezas". Es una afirmación cuando menos arriesgada.
Todo esto, que he repetido durante años en textos y conferencias y novelas, ha vuelto a surgir en mí ante el absurdo debate acerca del padre de la vicepresidente del gobierno, María Teresa Fernández de la Vega: ¿fue franquista? ¿Tuvo un cargo en "el régimen anterior", como suele decir Felipe González? ¿O fue un "represaliado", como afirma su hija? Para saberlo, basta con ir a las hemerotecas, donde se recoge parte de la carrera de esta mujer, como demuestran las ilustraciones de abajo, que debemos a la paciencia y la voluntad historiográfica de mi amigo Germán Rodríguez. Además está el BOE, la colección completa. Y los testigos, mudos para el caso.
Cuando la señora De la Vega dice que su padre fue un represaliado, prepara la historia que se escribirá mañana, en la que le gustaría ver corregido su currículum y el de su papá, ignorando que dentro de unas décadas, no digamos siglos, cuando el gobierno Zapatero sea algo tan remoto como el reinado de Amenofis IV, el que repita por enésima vez el relato de la vida de estos personajes menores por pura afición a eso que mal se llama pasado contará lo que se le ocurra o lo que le permitan los escasos papelotes que lleguen hasta entonces. Quizá tenga suerte y al historiador del futuro sólo le quede a mano una colección de El País. Quizás el hombre tenga apenas unas causas de los años cuarenta y diga que sobre eso no encontró nada pero quién sabe, puesto que la ETA voló los tribunales en 2016, el año de Blade Runner.
El pasado es hijo del presente. El pasado que vendrá, que es nuestro presente, será hijo del presente del futuro historiador, y éste lo recreará a su medida. Depende de un montón de factores, el primero me parece el más lamentable: la ideología del narrador de marras, que a lo mejor piensa que lo más logrado del siglo XX y las primeras décadas del XXI es la socialdemocracia, que se extendió desde Alemania sobre el mundo como un bálsamo reparador. También cabe que, de haber historia en el porvenir, el hombre descubra justamente aquella carta de Rosa Luxemburgo en la que dice, en 1917: "La socialdemocracia alemana es un cadáver putrefacto": tenía tanta razón que, poco después, un gobierno socialdemócrata mandó asesinarla.
Lástima que no podré ver el final.
Horacio Vázquez-Rial
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