Alicia de Larrocha murió ayer después de una larga enfermedad, a la edad de 86 años, en su casa de Barcelona. Con ella se pierde a una de las grandes pianistas del siglo XX
En una de las numerosas revistas «Música» que sirven de fuente a la historiografía musical española, en concreto en el número 5, del año 1930, de la editada entonces en Barcelona, puede verse la foto de una niña. Está silueteada y ocupa toda una página. Vestido corto, cara simpática, aspecto inocente, algo retraída. Hacía un mes escaso que había dado su primer concierto con motivo de la Exposición Internacional de Barcelona. Apenas tenía seis años, llega con dificultad a los pedales pero ya era una pianista consumada. Se explica en el texto del link abajo. Al poco llegará una actuación en el Palau de la Música y la grabación de las primeras matrices para Odeón (hoy localizables en disco compacto). Obras de Chopin cantadas con gusto y un muy especial «rubato», explicadas con una gracia muy singular en el acento, dichas con un cariño impropio. Merece la pena escucharlas, de verdad, pues estos pocos minutos sirven para entender lo que dirá, muchos años después, en una de las pocas entrevistas concedidas: «Nací con la música en una familia de alumnos del maestro Enrique Granados. El piano fue desde el principio mi juguete favorito. ¡Algo natural!»
En los meses siguientes, vuelve al Palau para actuar junto a la Orquesta Femenina (formación muy del momento) que dirige su tía Isabel de la Calle, y agrupación con la que presentará alguna composición propia y hará sus pinitos como directora. Actúa a lo grande, con la Banda Municipal de Barcelona y Lamote de Grignon tocando el «Concierto de la Coronación» de Mozart que repite, al poco tiempo, en Madrid junto a la Sinfónica y Arbós, en su primer viaje profesional. Desde aquel estreno hasta esta actuación, que marca el futuro, apenas han transcurrido otros seis años. Alicia de Larrocha, que es su nombre, está a punto de convertirse en la más importante pianista española.
Un volcán sobre el teclado
Quizá este calificativo sorprenda a muchos. Efectivamente, cualquiera que camine por el arte y en especial por la música sabe lo difícil que es manejar categorías absolutas. Un detalle, una manera de hacer, un día cualquiera, pueden servir para dejar un recuerdo imborrable y convertir el instante y a quien lo produjo en algo único. La propia Alicia de Larrocha tuvo sus tardes malas, pero son multitud aquellas que han dejado un recuerdo imborrable en quienes la escucharon. Las razones son muchas aunque todas barnizadas por el misterio de quien jamás usó el piano de forma mecánica y se distinguió por su toque profundo, por su sonido redondo, con cuerpo, por la variedad en los acentos y la expresión, por los colores, la poesía... por hacer música conmovedora, que es algo que ya no está de moda en una época en que se prefiere la precisión, la fidelidad y el alarde técnico. En mucho se parecía al gran Arturo Rubinstein. No en evitar algunos exhibicionismos que en este, su gran amigo, existían como también la buena vida.
Porque Alicia de Larrocha era un volcán sobre el teclado y la prudencia fuera de él. Fiel a sus maestros se convirtió en la gran difusora de la música española cuando todavía se usaba de propina. Había estudiado con Frank Marshall, alumno de Granados, cuya academia ponía el contrapunto a la escuela de José Tragó en Madrid por donde pasaron Turina y Falla, quien alabó los «acentos rítmicos, matices e inflexiones» en las interpretaciones del autor de «Goyescas» sin imaginar que una discípula había aún de enriquecerlos. Y así, Alicia de Larrocha tocó la música de su mentor y la de Albéniz cuya «Iberia», de la que fue pionera, grabó tres veces en una gradación inimitable que va de lo racial a lo aéreo. Montsalvatge, alguien cercano y compositor para Alicia de algunas obras; Mompou también, cuyo cuarto cuaderno de la «Música callada» le dedicó y ella llenaba de introspección y silencio; Scarlatti y el Padre Soler, un descubrimiento. Hizo música a solo y junto a Conchita Badía, compañera de academia, Cassadó, Victoria de los Ángeles... y enseñó en la academia que dirigió, primero junto a su marido el pianista Juan Torrá.
Colonizando el mundo
Y al lado de todo ello las grandes composiciones del repertorio internacional. Alicia se asoma a los Estados Unidos en 1954 e inmediatamente convierte aquel país en una segunda patria. La tercera fue el mundo porque cambiar de paredes y hacer maletas «es lo que más me gusta», de manera que llegó a superar el centenar de conciertos anuales por los cinco continentes, «colonizando» muchos sitios como Shanghai donde se recuerda.
Mientras, sumaba grabaciones que la encumbraron hasta convertirla en la única española de la magna colección de los «Grandes pianistas del siglo XX». El día que lo supo le hizo gracia, aunque siempre sintiera pudor al recibir la comunicación de algún premio, a la cabeza el Príncipe de Asturias de 1994, y en 2004 el Yehudi Menuhin por su labor pedagógica. Y viéndola tocar se entendía. Discreta, recogida, cercana, segura. Una niña que ha sido muy, muy grande.
Alberto González Lapuente - Madrid
www.abc.es
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