sexta-feira, 18 de setembro de 2009

1939, o el estremecimiento

Los chinos llevan miles de años convencidos de que los terremotos son castigos divinos a la vanidad de los hombres. Pues bien, 1939, el año en que la vanidad de un solo hombre incendió el mundo entero, empezó con un terremoto en Chile y terminó con otro en Turquía.

Esos dos temblores se cobraron la vida de 60.000 personas; muchas; una minucia en comparación con la matanza desmadrada que Adolf Hitler, un hombrecillo austriaco que decía tener una misión providencial, andaba preparando por aquellos mismos días.

El hecho es que nadie a principios de 1939 podía imaginarse que se acercaba lo más parecido al fin del mundo. Se celebraba el vigésimo aniversario de la Paz de Versalles y, aunque se hablaba de guerra por aquí y por allá, pocos pensaban que fuese a desatarse tan pronto y de un modo tan salvaje. Y eso que sobraban los motivos para pensar lo contrario. En el mes de marzo terminó la guerra civil española, después de una sangrienta agonía fratricida de casi tres años. Habían ganado los malos... o los buenos, según se mire, porque el mundo de 1939 estaba irremediablemente fracturado entre socialistas nacionalistas y socialistas internacionalistas, dos versiones de la misma receta diabólica, que hacía furor por entonces. El liberalismo decimonónico vivaqueaba acobardado entre unos y otros. Tal vez por eso pasó lo que pasó.

De Versalles no quedaba apenas nada. Poco más que el espíritu, encarnado en la inoperante y desprestigiada Sociedad de Naciones: las grandes potencias estaban convencidas de que una cosa así, tan sosa, descafeinada y anodina, jamás funcionaría. Y, efectivamente, no funcionó; básicamente porque era un invento buenista con muy poca relación con la realidad.

La Europa de 1939 era un continente peleado, resentido y lleno hasta los topes de estados ansiosos por liarla de nuevo con cualquier excusa. Ni siquiera los vencedores de la Gran Guerra las tenían todas consigo, y, como siempre que algo se hace sin demasiado convencimiento, dejaron hacer a los que sí las tenían. Por eso el hombrecillo austriaco pudo ponerse en marcha para cumplimentar la misión que el dios Wotan subido en su corcel de ocho patas le había encomendado.

Adolf Hitler.
Hoy nos parecería increíble que algo así sucediera, pero entonces era relativamente normal que un ejército alemán se saltase las fronteras del país vecino para invadirlo y someterlo. Eso hizo con Checoslovaquia, liquidada en marzo. Chequia se integró en el Reich, y Eslovaquia pudo seguir existiendo pero como cliente de Alemania: antes de ocupar Bohemia, los nazis advirtieron a los eslovacos que o se independizaban y se ponían al servicio de Berlín, o verían su país repartido entre polacos y húngaros. Lo primero que hicieron los eslovacos con su recién ganada independencia fue, como era de esperar, declararle la guerra a Hungría. Fue una guerra de chiste, como esas que parodiaba Gila con retranca y un teléfono: ganaron los húngaros por 8 muertos a 22.

Unos días después de la batallita entre Eslovaquia y Hungría, en plena Semana Santa, Benito Mussolini se lanzó sobre Albania. La conquistó sin encontrar resistencia: y es que los italianos siempre han llegado a Albania, país desdichado donde los haya, con un pan bajo el brazo. A los italianos no se les había perdido nada allí, pero como Hitler apretaba por el norte, no era cosa de dar la nota esperando en el sur. Albania era, según sus nuevos dueños, parte irrenunciable del nuevo imperio romano que Mussolini y sus camisas negras estaban construyendo a toda prisa.

Enseguida Hitler y Mussolini firmaron el Pacto de Acero, que venía a formalizar el matrimonio entre las que ya eran conocidas como potencias del Eje. "Eje", por el barrote imaginario que unía Roma con Berlín. Cuentan que los alemanes querían llamar a este acuerdo "Pacto de Sangre", pero Mussolini, poco amigo de las alucinaciones sanguíneas de sus aliados germánicos, se echó para atrás insistiendo en que con el acero bastaría. Y con el acero se quedó. A partir de entonces, alemanes e italianos fueron de la mano... hasta que estos últimos se cambiaron de bando, haciendo buena una vez más su fama de socios de guerra poco fiables.

En abril Hitler cumplió 50 años. Y, aprensivo como era, pensó que le quedaba poco tiempo y que debía apurarse para desatar una guerra épica de conquista que llevaría a Alemania, en el lapso de un par de décadas, a dominar el mundo. Decían que el Tercer Reich iba a durar mil años, pero su muñidor no los viviría; así que, por no quedar mal, el Führer estaba obligado a, antes de pasar a mejor vida, dejar a Alemania ya encaramada a lo más alto.

Su estrategia era de una simpleza que asusta. Primero el este, luego el oeste y, para rematar la faena, una guerra a muerte contra los Estados Unidos, risueña nación que, tanto hoy como hace 70 años, es el imperio del mal que todo socialista que se precie pretende derrotar.

Después de la cabalgada triunfal, ya verían cómo organizar el Reich.

Pero las guerras no estallan porque sí, hay que provocarlas. Como la anexión de Austria y Bohemia, la militarización de Renania y el rearme intensivo, que se pasaba por el arco del triunfo todo lo estipulado en Versalles, no habían sido considerados casus belli por los demás, era preciso dar una nueva vuelta de tuerca.

Danzig, una ciudad prusiana que disfrutaba de régimen internacional desde el final de la Primera Guerra Mundial, sería la detonante. Lo más granado del ejército alemán se derramó por Polonia en una guerra de nuevo cuño, rápida y mortífera, que borró ese país del mapa en poco más de un mes. Los alemanes no cometieron solos tal fechoría. Unos días antes de la invasión llegaron a un acuerdo secreto con los soviéticos para repartirse el pastel. Fueron dos, y no uno, los que prendieron la yesca de la Guerra Mundial. Luego sucedió que el uno mordió al otro y el otro se convirtió en bueno, pacífico y heroico. Cosas de la manipulación ideológica.

Lo que nazis y soviéticos pretendían en el otoño del 39 era resucitar el mapa europeo de 1914. Polonia tenía que desaparecer, y con ella las repúblicas bálticas y Finlandia, antiguos dominios del zar que los soviets habían sacrificado veinte años antes para que su revolución no se fuese al garete. Polonia y las repúblicas bálticas cayeron, pero no Finlandia, que puso contra las cuerdas al Ejército Rojo, mermadísimo de oficiales competentes tras las purgas de Stalin. La Guerra de Invierno, que es como se llamó a la ofensiva rusa sobre Finlandia, fue un varapalo de tal calibre, que el propio Stalin tuvo que agachar el bigote y reconocer públicamente la derrota.

En esos mismos días, muy lejos de la taiga de Karelia donde se despellejaban rusos y finlandeses, en la lejana y soleada Atlanta Clark Gable y Vivien Leigh asistían al estreno una película que devendría en mito: Lo que el viento se llevó. Una historia de guerra y amores que puso el lacrimoso punto y final al año que estremeció al mundo.

Fernando Díaz Villanueva
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