En Homero está el gran mundo literario occidental. Camino de Troya, Filoctetes, uno de los renombrados guerreros aqueos, fue mordido por los celos de Hera, que le envió una serpiente para que cometiera el crimen. Filoctetes había sido amante de Heraclés (Hércules) y los celos de la gran diosa no soportaron la humillación. Odiseo (Ulises) y otros jefes aqueos decidieron abandonar a Filoctetes en la isla de Lemnos, porque el hedor de la herida provocada por la serpiente se le hizo insoportable al ejército. En la obra de Sófocles, el más grande, Filoctetes queda varado en la soledad de Lemnos: un hombre solo enfrentado a su propia supervivencia o a la muerte inminente. Tiene razón el profesor Marcos Martínez Hernández al afirmar que el Filoctetes de Sófocles es un adelanto en muchos siglos del Robinson Crusoe de Daniel Defoe, que es de 1719. Filoctetes también es un náufrago de una determinada civilización, la de la guerra, y ahí, en Lemnos, están esperándolo su gloria y su tragedia.
Sucede que el ejército aqueo no puede durante años conquistar Troya. Los sacerdotes hacen sacrificios y los dioses devuelven el mandato: sin Filocteres no se puede ganar la guerra. Ocurre además que Heraclés le ha regalado en prueba de amor a Filoctetes su arco sagrado y lo que dicen los oráculos va a misa: sin el arco del mordido por la serpiente, no se puede conseguir ganar Troya. Y, en ese momento, otra vez Odiseo, acompañado por Neoptólemo, el hijo de Aquiles, tienen que ir a convencer a Filoctetes para que los perdone y regrese a la batalla. El guerrero solitario se niega una y otra vez, pero al final sucumbe ante las peticiones de sus compañeros. Esa es la historia. Durante años, como Crusoe, sobrevive a la soledad y a los elementos combatiendo con sus sombras y fantasmas, dialogando con sus obsesiones y caminando por la tierra de una isla desierta, Lemnos.
En una conversación de tertulia literaria mantenida durante los últimos días de agosto con el profesor Martínez Hernández y el escritor y editor José Esteban, nos adentramos en la documentación e interpretación de la historia de Filoctetes como espejo adelantado de Robinson. Crusoe quedó varado en la isla de Juan Fernándes, muy lejos de la costa de lo que hoy es Chile, y se alimentó de rastrojos y de los que hoy llamamos muy gastronómica y líricamente «frutos de mar». El mejor de todos esos frutos era la langosta de la isla, un bicharraco espléndido que podía pasar de tres quilos y que todavía y con frecuencia hace las delicias del paladar y el estómago de los chilenos que pueden permitírselo.
Al final de la campaña presidencial de Frei, hace ahora dieciséis años, y cuando ya tenía un pie en el avión de regreso a Madrid, Jorge Edwards y yo nos dimos un banquete inolvidable con uno de esos bichos gigantes y geniales en el restaurante al aire libre del hotel Hyatt de Santiago. Lo acompañamos con caldos blancos y tintos de los que produce Miguel Torres en los valles centrales de Chile, y tengo que añadir que estuvimos comiendo de aquella carne blanca y sabrosa de langosta hasta que ya no pudimos más. «¡Y pensar que Robinson sobrevivió varios años a su soledad con estos bichitos!», comentaba a carcajadas Jorge Edwards cada vez que un bocado de langosta lo hacía estallar en plácemes gloriosos. El propio Edwards llevó la conversación a la novela de Defoe y a su exégesis más conocida: es una metáfora de la soledad del escritor y una especie de lejana y quijotesta rememoración del hombre vagando por la tierra con un destino siempre incierto. Hablamos de escritores cuya soledad deseada los volvió locos. Sus obsesiones, sus fantasmas, sus locuras, las alucinaciones repentinas, las voces de su propia mente envuelta en esa soledad en principio deseada; todos esos elementos juntos, revueltos y amalgamados suelen desembocar en brotes esquizofrénicos, en miedos delirantes que inventan monstruos paralelos que a veces pasan a ser arquetipos literarios. La imaginación de un escritor en una larga soledad es una bomba que puede estallar en el mundo en el momento más inesperado. Filoctetes y Robinson Crusoe son, efectivamente, bombas eternas y literarias que han dado pie a miles de comentarios e interpretaciones, todas ellas válidas porque los autores que inventaron esos personajes dieron en el clavo exacto.
En el caso de Filoctetes está todavía más claro su espejo paralelo con el intelectual creativo, con el creador artístico en general. La sociedad no suele contar con sus creadores ni intelectuales, sino todo lo contrario: los suele acusar de «enfermos», maricones y gandules, y de ser una carga para el resto del mundo. Se les dice que son cigarras tocando la guitarra mientras las hormigas trabajan y ahorran para cuando vengan los tiempos peores. Se les relega, ningunea y hace viajar siempre en el humillante furgón de cola. Sólo algunos «suertudos» consiguen encandilar e hipnotizar a miles de lectores con algunos de sus libros. Es entonces cuando se hace evidente que el arco de Heraclés y su dueño son muy necesarios para vencer el tedio y el terrible aburrimiento de la vida social. Es cierto que para el escritor la soledad es un bien con el que la mayoría suspira porque no puede tenerlo ni conseguirlo. Esa soledad obligatoria para la creación cuesta mucho dinero y mucho tiempo, y forma parte de la tesis del esfuerzo, el trabajo disciplinado y el destino de la excelencia. ¿Cómo hubiera sobrevivido Filoctetes a su propia soledad de Lemnos sin su esperanza y su disciplina? ¿Cómo si no sobrevivió Robinson sino adaptándose a esa soledad y acomodándose a las necesidades diarias con un rigor prácticamente marcial?
Tengo para mí que ese es el camino del escritor, ayer y hoy: la soledad de Filoctetes. Lo sé: no sólo el escritor está solo. Todos y cada uno de los seres humanos somos en un momento determinado una isla llena de soledad, pero la condición humana del escritor necesita de esa soledad de náufrago social y hombre solo como nadie más en el mundo. Le va en esa soledad su supervivencia como escritor.
En aquella tertulia en la que hablamos de Filoctetes, les dije a José Esteben y a Marcos Martínez que la recompensa diaria del escritor estaba precisamente en su tiempo cotidiano de escritura. Y que eso sólo se podía conseguir en soledad. Hemingway, por ejemplo, no se bebía un trago antes de escribir todos los días tres mil palabras. Después, la compensación eran las copas, los amigos, los gatos y la piscina. «¡Y de vez en cuando una langosta termidor!», dije casi a gritos. Entonces comenzamos a discutir sobre dónde íbamos a comer. Y allí fuimos, a El Barril de la calle Goya, en Madrid, a sentirnos Robinson y Filoctetes de lujo, en una mesa compartida por la buena conversación, la literatura, el magnífico fruto de mar que es la langosta y los buenos caldos de la Rioja. Brindamos por Robinson, Defoe, Filoctetes, Sófocles y Crusoe. Y dejamos para otro día hablar de los celos irrefrenables de las diosas Heras y su venganza sobre los Filoctetes que siempre somos los hombres cuando estamos solos.
J. J. Armas Marcelo
www.abc.es
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