El Guía vela desde la ciudad de Dios. Qom es el centro neurálgico de la teocracia iraní. Teherán, apenas nudo administrativo, que vehicula lo que sólo en la intimidad con Alá de los grandes brujos de la Ciudad Santa, tiene su origen.
La obviedad metafórica de colocar en Qom el principal centro iraní -hasta hace una semana, secreto- de producción nuclear, puede llamar la atención por lo primario. Pero así ha sido el régimen de los ayatolahs, desde su implantación por un Jomeini cuya campaña contra el corrupto modernismo del Shah Pahlevi tuvo su inicio en ese mismo santuario. De muchas cosas se podrá acusar a los locos de Alá que imponen su terror en la vieja Persia. No de mentir. Desde su primer día, la República Islámica ha estado en guerra contra los dos Satanes: los Estados Unidos e Israel. Desde su primer día, todos cuantos gobernantes pasaron por Teherán han hecho resonar -con distintas intensidades, es cierto- el explícito mandato de Alá recibido: aniquilar ambas sedes del diabólico enemigo del Islam sobre la tierra. A largo plazo, la del más duro de roer Satán americano; a plazo lo más breve posible, la de un Satán israelí al que su mínima extensión territorial hace verosímil aniquilar mediante un bombardeo nuclear masivo e imprevisto.
Es un cálculo loco, porque con ninguna sorpresa puede contarse ya en tal ataque. Todo el mundo sabe -Israel con más motivo que nadie- que la operación se producirá en el momento mismo en que Irán disponga de bombas de suficiente potencia y de misiles de bastante precisión y alcance. Y que la respuesta no podrá sino ser de nivel máximo. Pero aquel equilibrio, al cual en los añorados años de la guerra fría -que enfrentaba a dos enemigos asentados sobre criterios de racionalidad bélica muy similares- se llamó «del terror», y que, al cabo, evitó un guerra atómica en los años cincuenta, carece de verosimilitud cuando uno de los contrincantes, Irán, ha recibido de su Dios un mandato terminante, que pasa por encima de todo cálculo de costes, de los propios como de los ajenos: atacar. La orden partirá de Qom, porque sólo al Guía Supremo de la Revolución compete darla. Será el Gran Ayatolah Jamenei, como portavoz de Alá, quien curse esa orden. Sobre Ahmadineyad no recae en esta historia otro papel que el del ejecutor. Porque no hay lugar a un poder político autónomo en la literalidad de la ley islámica.
Sarkozy, Brown y Obama (más Merkel, que no participó en el anuncio del ultimátum, al no poseer Alemania información de sus propios servicios de inteligencia, pero que se sumó de inmediato a la posición de sus colegas), explicitando las dimensiones exactas del centro nuclear secreto de Qom (3.000 centrifugadoras en curso de instalación, que, sumadas a las más de 8.000 de Natanz, fijan un potencial incompatible con el simple uso civil), han querido levantar acta de un punto sin retorno: Irán camina hacia la guerra atómica a una velocidad vertiginosa. Las carcajadas, sin embargo, de los ayatolahs ante la reconvención anglo-franco-americana deben estar resonando todavía en la Ciudad de Dios: amenazar con represalias económicas a quien tiene como objetivo inmediato planificar el Apocalipsis, es querer jugar a los cromos con Jack el Destripador. Y los fieles de Jamenei son potenciales genocidas, pero no imbéciles. Las señales de debilidad que Barack Obama lanza las puede percibir hasta un niño que no sea del todo bobo. Irán va a tener armamento nuclear muy pronto. Sólo una intervención militar fulminante podría evitar eso. Pero es tan consolador cerrar los ojos. Eso lo sabe el Guía. Que vela desde la Ciudad. De Dios.
Gabriel Albiac
Catedrático de Filosofía de la Universidad Complutense de Madrid
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