La reciente imagen de algunos militantes socialistas levantando el puño en alto al son de la Internacional ha vuelto a abrir el debate sobre los símbolos políticos. Ciertamente, muy pocos han estado tan relacionados con el derramamiento de sangre que el puño en alto.
El 19 de septiembre de 1918, Grigori Zinóviev, uno de los bolcheviques más cercanos a Lenin escribía en «Severnaya Kommuna»: «Para deshacernos de nuestros enemigos, debemos tener nuestro propio terror socialista. Debemos atraer a nuestro lado digamos a noventa de los cien millones de habitantes de la Rusia soviética. En cuanto a los otros no tenemos nada que decirles. Deben ser exterminados». Las palabras no por sobrecogedoras resultaban menos elocuentes. Zinóviev abogaba con absoluta sangre fría por asesinar a diez millones de personas – casi el doble de los judíos exterminados por los nacional-socialistas durante el Holocausto – como medio para implantar el socialismo en Rusia. Desgraciadamente, el sueño socialista costaría diez veces más vidas y entre ellas se encontraría la del propio Zinóviev, liquidado en el curso de una de las purgas stalinistas. Desde luego, ni Zinóviev ni Stalin hicieron otra cosa que seguir los textos fundacionales del socialismo. Ya Marx había advertido que para llegar al paraíso socialista había, previamente, que implantar la dictadura del proletariado que se desharía físicamente de todos sus adversarios sin el menor reparo.
Precisamente por ello cuando los bolcheviques de Lenin dieron un golpe de Estado en octubre de 1917 que les permitió aniquilar la república rusa adoptaron dos medidas inmediatas: la creación de una terrible policía secreta (la Cheká) y el establecimiento de la primera red de campos de concentración de la Historia, el Gulag, más de década y media antes que Hitler. Entre 1825 y 1917, los tribunales zaristas habían dictado seis mil trescientas veintiuna sentencias de muerte, incluyendo delitos comunes y los que, al final, fueron indultados. En septiembre y octubre de 1918, la Cheká fusiló a unos quince mil presos políticos. En otras palabras, en apenas sesenta días, el socialismo había más que doblado las ejecuciones zaristas. Cuando concluyó la guerra civil rusa –la más sangrienta y destructiva de todo el siglo XX– el socialismo había fusilado, puño en alto y a los sones de la Internacional, a no menos de un cuarto de millón de campesinos nada entusiasmados ante la idea de la socialización del campo. Para alcanzar esa meta, Lenin ordenó incluso que se utilizara – década y media antes de Auchswitz – el gas contra civiles. Por desgracia, era tan sólo el principio. A esas alturas, resultaba obvio que la implantación del socialismo sólo era posible si se permitía que una exigua minoría autolegitimada acabara con el régimen democrático y utilizaba el terror de masas exterminando clases enteras y apoyándose en aparatos represivos desconocidos hasta entonces.
Con Stalin llegó a haber más de diez millones de personas en el gulag, en situación de paz. Y, sin embargo, para muchos el primer estado socialista de la Historia era la referencia obligada. Durante los años veinte, los bolcheviques inventaron todos los recursos de la propaganda de izquierdas, desde el uso de supuestos artistas e intelectuales a la firma de manifiesto, pasando por las manifestaciones pacifistas que nunca se dirigían, por supuesto, contra la Unión soviética o el calificativo de «fascista» para el que denunciara los crímenes socialistas. El modelo siempre fue el mismo. Del Frente popular español –que contó con 225 checas tan sólo en Madrid durante la guerra civil– a Mao Ze Dong, pasando por Fidel Castro, Pol-Pot o Kim il Sung, los puños en alto, las pañoletas rojas y el canto de la Internacional fueron acompañantes indispensables del aplastamiento de las libertades y de la creación de sistemas políticos que sembraron la miseria y la muerte. Hasta sumar cien millones de muertos. Ni el propio Führer con su socialismo racial llegó a tanto.
César Vidal
www.larazon.es
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