sexta-feira, 4 de setembro de 2009

España necesita un Matisse



Corrían los años 1905-1906 cuando el pintor francés nacido en Le Cateau-Cambrésis realizaba una de sus obras emblemáticas: Le Bonheur de vivre, esto es, La alegría de vivir. La respuesta/contrarrespuesta, se ha reiterado machaconamente por la crítica, a Las Señoritas de Aviñón (1909) de Pablo Picasso. Una pintura que expresa, tal y como indica su título, una explícita explosión de dicha, unas incontenibles ganas de vivir, siendo, pues, justamente conocido por ello como La Joie de vivre. Una animosa mirada a la condición humana, que poco tiene que ver con las consideraciones más apesadumbradas de su conciudadano André Malraux, en su más conocida novela, denominada precisamente La condición humana. El alborozo es, en el caso de Matisse, el sujeto principal de la ritualizada estela de la vida que nos invita, y hasta arrastra por su vitalidad, a incorporarnos pronta y gozosamente a la misma. Este, y no otro, es el sentido que deseamos dar a estas reflexiones, aprovechando la Exposición que, con el nombre Matisse (1917-1941), se puede admirar en el Museo Thyssen Bornemisza. Un pintor escasamente representado no obstante en las pinacotecas y colecciones privadas españolas, que quedaron en su momento al margen del rabioso devenir de las Vanguardias y de los más destacados creadores del siglo XX, y que después, primero por falta de sensibilidad hacia la modernidad, y más tarde, por los altísimos precios de los remates en subastas y ventas internacionales, no se ha podido adquirir. Cuentan con obras de Matisse el Museo Thyssen-Bornemisza y colecciones como la de Carmen Thyssen-Bornemisza y la de Juan Abelló, muy poco bagaje para tan sobresaliente artista, el único al que Picasso trataba como igual, y al que no dejaba de visitar para constatar que no se le adelantaba en su proceso creativo.

Dicho lo cual, España necesita un matisse. El cansino enfrentamiento cainita de una vida pública que no respeta a nada ni a nadie, que desconoce la pertinente auto restricción en el ejercicio de la acción política, que desprecia abruptamente al adversario, cuando no le convierte en estigmatizado enemigo, la patológica obsesión por la ventaja electoral más rácana, así como la ausencia de generosas políticas de acuerdo y la inexistencia de vertebradoras políticas de Estado, incluso de una Política con mayúsculas, requerirían, dado el apesadumbrado ánimo de la ciudadanía, de un inequívoco revulsivo de concordia. Inaplazables exigencias para recobrar la ineludible distensión de nuestra Res publica. Se impone, si hubiéramos de expresarlo plásticamente, de un matisse, que nos aligere la sufriente carga de los puñales, que nos trasporte a otro estado anímico, que atempere los exagerados excesos, que nos sirva, en fin, para reencontrarnos con lo mejor de un pasado que quiere seguir siendo simultáneamente presente, y hasta devenir en fructífero futuro. Unidad, Solidaridad y Generosidad, he aquí los valores referenciales para abordar las inmediatas tareas que esta gran Nación demanda. Y a tal fin, las obras de Matisse se antojan una inmejorable prescripción facultativa para los tiempos de acritud virulenta, de tensiones permanentes y de ofensas impenitentes. Es decir, asentemos la avenencia y postulemos la armonía en nuestra agriada contienda política. Hagamos así posible la presente reveladora admonición: «La naturaleza -la naturaleza social- imita al arte.» Muchos españoles, como en su día Mathias Goeritz -arquitecto, pintor, escultor y miembro de la Escuela de Altamira-, fundador del movimiento Estamos Hartos, en favor entonces de la libertad artística, estamos también hartos de una convivencia incendiada e incendiaria.

Nos encontramos, por tanto, en los antípodas de la obra de Marc Chagall El Carro volador (1913). Una pintura la del artista ruso, de perfiles apocalípticos, realizada por el pintor de Vitebsk un poco antes de la Primera Guerra Mundial, a la que seguirían, desencadenado el conflicto, sus no menos desgarradoras obras del Soldado herido, Lamentación, Soldados con pan y Guerra de los años 1914-1915. El Carro volador representa una casa en llamas, donde un hombre se apresura a apagar el fuego, y en la que solamente los astros que la circundan brindan un toque de serenidad a la convulsionada composición. En ella es en la que no deseo, de ninguna manera, seguir reconociéndome como ciudadano de esta España constitucional.

Algunos pensarán que tales consideraciones carecen de eficacia práctica. O, en el mejor de los casos, de muy poca. A estos les pediría, no obstante, que se den una oportunidad. La causa merece la pena. Piet Mondrian, uno de los padres del arte abstracto, también defendía, desde las páginas de su obra Neoplasticismo: principios generales de la equivalencia plástica (1920),el irreversible progreso del hombre hacia «la humanización de la sociedad». ¿Por qué no lo vamos a poder hacer nosotros? Yo me niego a abrazar la impenitente concepción pesimista nacional, el falso fatalismo histórico, la trágica desconfianza en nosotros mismos. Por contra, creo en una normalidad parangonable con los demás países del entorno. Les recomiendo al respecto el excelente libro de Carmen Iglesias con el aleccionador título -recogiendo un verso de Caderón de la Barca- No siempre lo peor es cierto. Pero para ello hay que arrumbar el diletantismo, dejar la pereza, rechazar el abandonismo y poner coto a la desidia.

Esgrimamos así la capacidad taumatúrgica del arte, y por tanto del hermanado hacer del artista francés. Y, de forma especial, de la mentada La Bonheur de vivre, que sintetiza los deseados rasgos de vitalidad gozosa, de sencilla distensión y de sincero compromiso, transformados, gracias al plural y multicolor abrazo de los figurantes que nos saludan desde el fondo de la obra, en la mejor terapia para redefinir, elevar y ejemplificar nuestra convivencia. Unos lazos de unidad que se retomarían por Matisse en el fauvista lienzo de los danzarines rojizos de La Danse (1909-1910).

En resumidas cuentas, anhelamos un cambio radical del clima político. Por una parte, el regreso a los fructíferos acuerdos que marcaron los años de la Transición Política, que permitieron la consensuada elaboración de la Constitución de 1978, que forjaron las coparticipadas bases de la presente coexistencia política de los españoles de todo signo y condición. Y, por otra, la inexcusable formalización de políticas transversales de Estado entre nuestras principales fuerzas políticas, y de forma particular entre los dos grandes partidos nacionales, en materias tan esenciales como el modelo de Estado, la educación, la sanidad, la política internacional, la inmigración, etc. Y a tales efectos, recomendaría fervientemente a la clase política -ya que es más complejo acercarse a la Capilla erigida por Matisse en Vence (Provenza)- un paseo entre las distendidas y alegres obras de Matisse en el Museo Thyssen. Nuestra señorías disfrutarían así de la música (El violinista en el tejado), se verían sentados plácidamente en un sofá (El diván), se dejarían llevar por una relajante lectura (La lectora distraída), jugarían a las damas (Pianista y jugadores de damas), se solazarían al aire libre (Té en el jardín) o ante el mar (El congrio), se detendrían ante las flores (Amapolas) y los tocados (Las plumas blancas), gozarían de los carnavales (Carnaval en Niza), y finalmente caerían en un reparador sueño (Retrato de Marguerite dormida). La finalidad de todo ello se describe en el expresivo título escogido por Matisse, y que nos sirve como corolario de lo dicho, para uno de sus lienzos: Española, armonía en azul. Estas son las acciones que reclamamos después de tantas pugnas inútiles y rivalidades sectarias. Una vuelta a la belle époque; e incluso, si hace falta, ¿por qué no? a los années folles. La salud de nuestra Res publica, ahora que arranca el curso político, lo reclama.

Pedro González-Trevijano
Rector de la Universidad Rey Juan Carlos

www.abc.es

http://www.museothyssen.org/thyssen/home

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