Aunque el burka fuese un símbolo religioso no cabría discusión alguna sobre la imposibilidad de asumirlo en una sociedad democrática en la que la igualdad prevalece sobre las creencias, y menos sobre la posibilidad de admitirlo en espacios públicos representativos como los tribunales de justicia. Pero ni siquiera se trata de eso. El burka es un instrumento de marginación de la mujer, una prenda que sirve para invisibilizarla ante el mundo y encerrarla en una cárcel textil que expresa su inferioridad ante los hombres. El burka es la expresión de una moral atávica y brutal que humilla a las mujeres, las oculta, las discrimina y las posterga, y de ningún modo puede encontrar sitio en una sociedad abierta y libre por muy relativista que se sienta respecto a otros valores y otras culturas.
Si la Alianza de Civilizaciones pasa por la permisividad con hábitos incompatibles con la civilización de los derechos humanos en nombre de una falsa apertura comprensiva no estaremos ante una iniciativa de diálogo, ni siquiera ante una estrategia política de apaciguamiento, sino ante una claudicación de principios que resulta especialmente chocante en quienes defienden el igualitarismo como una seña de identidad ideológica. La Alianza de Civilizaciones podría empezar por pedir un Ministerio de Igualdad en países donde la mujer es considerada un objeto de propiedad privada. Pero lo que de ninguna manera resulta admisible es que, con Alianza o sin ella, un Gobierno de sedicente progresismo se resista a legislar sobre la prevalencia de las libertades individuales ante la sumisión de las creencias. Y que se pueda prohibir fumar o beber pero no llevar la cara cubierta por un velo que expresa la inaceptable inferioridad de un sexo ante el otro.
Si esa mujer islámica, Fátima, se hubiese presentado a declarar en la Audiencia Nacional tapada con un pasamontañas, el juez habría ordenado a la Policía que de inmediato le descubriese el rostro. Como lo hizo con un burka obtuvo una delicada y deferente explicación sobre la necesidad de identificarse ante la justicia. Esa prenda humillante debería estar proscrita incluso en la calle, y no por razones de seguridad o de higiene, sino por puro imperativo igualitario. Cabe debate sobre el pañuelo, la hiyab, expresión de una identidad cultural que no obstante ha sido prohibida en las escuelas de Francia, pero no sobre una tela que sirve para proscribir a las mujeres del espacio social en nombre de una interpretación integrista, bárbara y autoritaria de un credo.
El progresismo español tiene una asignatura pendiente en materia de coherencia frente al relativismo papanatas que introduce un doble rasero moral en función de no se sabe qué prejuicios. Y la tiene que aprobar sin vacilaciones para dotar de una mínima credibilidad a ese discurso buenista lleno de contradictorias grietas retóricas, políticas y morales.
Ignacio Camacho
www.abc.es
Nenhum comentário:
Postar um comentário