Hoy es un día perfecto para reflexionar sobre la interrogante que titula estas líneas. El día 1 de septiembre de 1939, hace setenta años, comenzaba la mayor guerra de la historia de la humanidad con el asalto a Polonia de las tropas alemanas del régimen nacionalsocialista acaudillado por Adolfo Hitler. Cuando terminó, el 14 de agosto de 1945, con la rendición del Japón imperial ante los aliados, cuatro meses antes en Europa tras la caída de Berlín, la guerra, que afectó de una forma u otra a los cinco continentes, había causado la muerte de más de 50 millones de seres humanos. Los heridos, desplazados, enloquecidos, las viudas y huérfanos, las vidas quebradas, en suma, son aún menos calculables.
La fecha del final de las guerras tradicionales, con vencedores y vencidos, suele estar bien definida. Por la firma de la rendición o armisticio. No así su principio. En la madrugada del 1 de septiembre de 1939, el acorazado alemán «Schleswig Holstein» abrió fuego contra una pequeña guarnición polaca en la Westerplatte, muy cerca de Gdansk (Danzig), en la costa báltica. Horas después, la inmensa maquinaria bélica alemana rodaba hacia el este bajo un cielo oscurecido por sus bombarderos y cazas. Es el día aceptado como el primero de la Segunda Guerra Mundial. Se suele olvidar que al mismo tiempo el Ejército Rojo de Stalin iniciaba la ocupación de toda Polonia oriental, hasta el río Bug. Y algunos no quieren recordar que aquello respondía a un acuerdo entre los caudillos de las dos grandes ideologías totalitarias que habían surgido en Europa durante el primer tercio del siglo XX. El 23 de agosto, el nazismo alemán y el comunismo soviético firmaron un Pacto de Amistad cuyo primer objetivo era la repartición de Polonia y la posterior ocupación soviética de los estados independientes bálticos. ¿Comenzó por tanto la guerra cuando Hitler y Stalin acordaron el 23 de agosto que el 1 de septiembre ocurriera lo que ocurrió? Evidente es que la firma del pacto entre el nazismo y el comunismo, que duró casi dos años hasta el asalto alemán a la URSS, dejó las manos libres a Hitler para arrasar Polonia pese a la feroz resistencia polaca. Tardó la Wehrmacht en cumplir la misión unas semanas, poco menos que en ocupar Francia en 1940 en un paseo militar y expulsar a los británicos del continente por Dunkerke. No, la fecha del 23 de agosto es una más. Poco menos de un año antes, los días 22 y 23 de septiembre de 1938, Adolfo Hitler recibió con pompa y respeto simulado en Bad Godesberg al primer ministro británico, Neville Chamberlain, para hablar de la entrega de la región de los Sudetes de Checoslovaquia al Tercer Reich. Una semana más tarde Hitler volvía a ser anfitrión de un encuentro. Esta vez en la tristemente célebre conferencia de Múnich. Allí, el Führer ya trató al británico Chamberlain y al francés Daladier con abierto desprecio y les planteó un ultimátum. Los dos pacifistas -«Peace for our time», decía aún al regresar de Múnich a Londres el pobre Chamberlain-, optaron por la traición y la deshonra para evitar la guerra. Tuvieron las tres cosas, como les recordaría Winston Churchill. Ambos dieron a Hitler su consentimiento para invadir al vecino en su ilusoria intención de aplacar al dictador alemán. Pocas maniobras políticas en la historia conjugan tan bien oprobio, cobardía y fracaso. Francia no dudó en romper su Pacto con Checoslovaquia para ganarse el favor de Hitler. Poco más de dos años más tarde, las tropas alemanas se paseaban por París más cómodas y seguras que por Praga. ¿Arrancó allí la tragedia? Sí y no. Con la misma autoridad se puede argüir que había comenzado meses antes, cuando el mundo aceptó que Hitler anexionara Austria en marzo de 1938. O con el primer gran éxito internacional de Hitler, que, dos años después de llegar al poder, ya había conseguido la reanexión del territorio del Sarre a Alemania, tras quince años gobernado por la fantasmal Sociedad de Naciones y explotado en su industria y minería por Francia. Gloria máxima para Hitler entre los alemanes.
En realidad, muchos creemos que la II Guerra Mundial comenzó con los acuerdos de Versalles, Trianon, Saint Germain y Neuilly en aquellas conferencias de paz en el entorno de París. Allí se unieron el instinto de revancha, el pacifismo primitivo, la supina ignorancia de los vencedores sobre los pueblos cuya suerte y división se dirimía en esta reinvención forzosa de Europa. Allí se generaron las condiciones para que, a lo largo de tan sólo dos décadas, se instalara sobre Europa esa constelación maldita que hizo pronto añicos la pretendida «paz perpetua». Los veinte años transcurridos entre 1919 y 1939 se convirtieron en mero paréntesis antes de la continuación de la tragedia. Dos grandes diferencias hay entre las guerras europeas del siglo pasado. Una está en que la primera fue una clásica guerra por supremacía, territorio e intereses nacionales, en esencia no diferente a las habidas antes. La segunda estuvo dominada por unas ideologías totalitarias surgidas durante la falsaria Paz de Versalles. Mientras las democracias fracasaban estrepitosamente. La otra diferencia, no menor, está en que la primera habría sido evitable y la segunda no. La Gran Guerra, como se llamaba a la contienda de 1914-1918, cuyo detonante fue el asesinato del archiduque austriaco Francisco-Fernando en Sarajevo, el 28 de junio de 1914, a manos de un joven serbio bosnio, Gavrilo Princip, no tuvo por qué ser. Quien sea aficionado a los juegos malabares con hipótesis históricas puede entretenerse con las conjeturas sobre lo que habría sucedido de no haberse producido. Si en Viena y Berlín, en Londres, París y en Moscú, en Belgrado y en Roma, los gabinetes de dirigentes intrigantes, políticos y militares ambiciosos hubieran fracasado en sus intentos de convertir aquel incidente bosnio en un «casus belli» que les permitiera sustituir al agónico imperio otomano como potencias en los Balcanes y en Oriente Medio. Podemos poner fecha del 1 de septiembre al comienzo del asalto nazi alemán sobre Polonia. Ponérselo al comienzo de la guerra es acaso imposible. Sin los Tratados de Versalles, tal como se redactaron, quizá la República de Weimar habría sobrevivido. Y Hitler habría sido un charlatán lumpen condenado a morir en algún psiquiátrico austriaco de provincias. Y millones de judíos habrían seguido ejerciendo como la levadura de excelencia y cultura de las sociedades del viejo continente. Sin aquella primera guerra, quizás el bolchevismo habría quedado en anécdota. Quizá Stalin habría muerto en algún atraco a un banco. Y Lenin y Trotsky podían haber terminado sus días jugando al ajedrez en cafés de Zúrich o Viena. Las ideologías redentoras surgidas aquí y entonces no se habrían extendido por todo el mundo causando decenas de millones de víctimas de los totalitarismos y las guerras. Y éstas habrían tenido oportunidad de vivir sus vidas y hoy entre nosotros vivirían muchos millones de sus nietos, biznietos y tataranietos, exterminados sin haber sido concebidos.
Europa no viviría marcada por unos traumas que le impiden ser más libre y resuelta en la defensa de sus intereses legítimos. Que en parte se deben al hecho incontestable de que su libertad y su bienestar, primero en el oeste en 1945 y después en el este, en 1989, son un mérito menos propio que la responsabilidad en las tragedias provocadas por aquellas ideologías europeas. Dos hechos ciertos para concluir. Hitler fue culpable de la guerra y Polonia fue asaltada por la Wehrmacht el 1 de septiembre de 1939. Y una advertencia que quizás en nuestro país, que no estuvo directamente implicada en aquellos avatares, sea pertinente. Sólo las catástrofes naturales se producen de repente. Las causadas por el hombre -que no son sólo guerras- se gestan, muchas veces muy lenta e imperceptiblemente, por la acumulación de errores de los gobernantes, su obcecación en ignorarlos -y por tanto no subsanarlos- y por la ceguera ante sus efectos. «No pasa nada». Esa fue, era, probablemente la frase más común en aquellos años que separan Versalles de la Westerplatte.
Hermann Tertsch
www.abc.es
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