Los dislates políticos se acumulan. Tal vez el más brutal de la semana pasada fuera el protagonizado por Nicolás Sarkozy en la conmemoración de la liberación de París, el 25 de agosto de 1944, un hecho de enorme valor simbólico al que concurrieron multitud de factores, de los cuales el menos importante fue la participación del pueblo francés y el más, sin duda, el desembarco en Normandía el 6 de junio, menos de tres meses antes. |
Sarkozy obvió en su discurso a los Aliados, que habían hecho la mayor parte del duro trabajo de la guerra y, lo que es peor, mintió sobre un hecho saliente: la división del general Leclerc, que fue la primera en entrar en la ciudad por acuerdo entre las partes, no estaba a las órdenes de De Gaulle, como afirmó el actual presidente francés, sino encuadrada en el Tercer Ejército de los Estados Unidos. De Gaulle –a quien Churchill, con toda razón, despreciaba profundamente– sólo tuvo papel en la negociación de forma, defendiendo que Leclerc iniciase la conquista de la ciudad.
Leclerc, por su parte, actuó sin atender a De Gaulle ni a Eisenhower, dada su estrecha vinculación con los comunistas, que declararon la huelga general que facilitó su acción. Leclerc entró por la Puerta de Orleans, casi a la vez que Amado Granell, al mando de una columna compuesta mayoritariamente por españoles, lo hacía a través de la Puerta de Italia. Ambos iban a sumarse a la Resistencia, las Fuerzas Francesas del Interior, una suma de los escasos franceses no colaboracionistas ni acomodaticios, republicanos españoles en el exilio, comunistas y los pocos judíos combatientes que habían aguantado todo el gobierno de Petain sin huir ni ser deportados.
Los Aliados dejaron en Normandía unos 80.000 cadáveres.
Pero ahora, para Sarkozy, no hubo más que De Gaulle y grandeur.
Sarkozy, a quien cabría suponer uno de los nuestros, pese a su condición de judío húngaro no se libra de la mitología de 1789 ni del síndrome Obama, que consiste en abominar de los Estados Unidos con la supuesta aquiescencia de su presidente.
Por si esta barbaridad fuera poco –con el añadido del silencio de las demás naciones, entre ellas EEUU, que puso el grueso de las bajas, pero también Gran Bretaña, Canadá y, claro, la España republicana de Zapatero–, la más antigua de las universidades europeas, la de Bolonia, decidió, en un acto sin precedentes, nombrar doctora honoris causa a la casi indefinible Hebe de Bonafini ("embajadora del terrorismo internacional", como la define Susana Sechi en La Voz y la Opinión, diario muy recomendable), que acudió al acto con su pañal blanco como complemento de la muceta.
La Bonafini es, hoy por hoy, una especie de superministro de derechos humanos del gobierno montonero de los Kirchner y está en la vanguardia del agit prop gubernamental, que sigue insistiendo en la absurda cifra de los treinta mil desaparecidos en la guerra de 1970-1983, que incluye el período de la dictadura de las juntas militares. En su persona se premia a los terroristas de las Torres Gemelas, a los que jamás retaceó aplausos, pero también a Hezbolá, Hamás, Al Fatah, ETA, las FARC y cualquier otro engendro de esa categoría. Y el nombre de Bolonia contagia, vistas las circunstancias, a todo el sistema universitario europeo.
Las tercera animalada de estos días corrió por cuenta de un animal, como es el caso de Muamar el Gadafi, otrora presidente (¡oh, casualidad!) de la Comisión de Derechos Humanos de la ONU: el hombre recibió en Trípoli con honores de jefe de Estado al terrorista que participó en el derribo de un avión en Lockerbie (1988), en el que murieron 259 personas. Acuerdos vergonzosos y vergonzantes entre los gobiernos británico y libio dieron lugar a esta vergüenza, por la que tampoco protestó nadie, con la excepción honrosa de los de siempre, cuya lista ahorro por ser bien conocida por mis lectores.
Por último (en los límites de este modesto artículo, que no da para todas las barrabasadas que se cometen en una semana), Irán provocó al mundo democrático en general, a los judíos en particular –especialmente a los judíos pobres de Buenos Aires, que son muchísimos y dependen de la beneficencia– y al gobierno argentino, al que no le quedó otro remedio que protestar con la boca pequeña, pese a la Bonafini y otros antisemitas en el poder, nombrando ministro de Defensa a Ahmad Vahini, uno de los responsables del atentado contra la AMIA (Asociación Mutual Israelita Argentina) del 18 de julio de 1994. Claro que la protesta de los Kirchner no podía ir más allá de lo formal, puesto que, como dijo en su editorial del pasado 18 de agosto La Nación de Buenos Aires, el "lógico repudio del gobierno argentino contrasta con el hecho de que nuestro país e Irán son socios estratégicos de Venezuela", lo cual es una forma, a la vez delicada y tortuosa, de decir que Argentina y Venezuela están en la órbita de influencia iraní.
Occidente no puede sobrevivir a esto. Había pensado en principio en una serie semanal de brutalidades políticas, pero no tardé en darme cuenta de que si me dedicaba a hacer ese recuento de manera constante, iba a empezar a recorrer la senda de la depresión más negra. Baste con estas líneas para advertir de qué va la cosa.
Horacio Vázquez-Rial
vazquezrial@gmail.com
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