Como era de esperar, el caudillo venezolano Hugo Chávez ha vuelto a decretar la ruptura de relaciones diplomáticas con la vecina Colombia a cuenta de la presentación por parte del presidente saliente, Álvaro Uribe, de ciertas evidencias sobre las actividades de la narco guerrilla colombiana en Venezuela. Las simpatías de Chávez hacia grupos como las FARC no son un secreto para nadie, y, aunque no se ha atrevido a dar el paso, en varias ocasiones ha expresado su interés por otorgar a este grupo terrorista la condición de «parte beligerante». Su fundador, Manuel Marulanda, alias «Tirofijo», ha sido reconocido hasta con estatuas en la Venezuela de Chávez, y las citas de este último para elogiarle son innumerables. Lo que Colombia ha llevado por primera vez al seno de la OEA son pruebas de que, además de este apoyo dialéctico y moral, los terroristas colombianos han recibido ayuda material por parte de las autoridades venezolanas, y ha advertido que puede llevar el caso al Tribunal Internacional para probar que un número significativo de combatientes se encuentran en territorio venezolano. En condiciones normales, lo que debería hacer Chávez es desmentir las acusaciones con pruebas, no con bravatas, pero una vez más ha preferido movilizar a los países sobre los que ejerce un ascendiente político, de manera que parezca que Colombia está aislada, acusar a Uribe de estar al servicio de intereses extraños y amenazar con un conflicto armado que heredaría el presidente electo, Juan Manuel Santos. La mejor manera de ocultar los graves problemas internos de Venezuela es encender un conflicto con el exterior que nadie desea. En definitiva, Chávez prefiere romper con Colombia antes que romper con una organización terrorista.
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