EN las dos últimas semanas han aparecido en este periódico sendos artículos sobre la División Azul: una tercera del comandante general Chicharro Ortega, el sábado, 17, y la columna de Juan Manuel de Prada, el pasado lunes. El comandante general hacía una encendida defensa de la nobleza de miras y del valor de los divisionarios, entre los que se contaron su padre y varios hermanos de éste que murieron en combate. Tratándose de un homenaje personal que admitía de buen grado la posible discrepancia del lector con las ideas políticas que movieron a sus mayores, deja poco margen a la réplica. La columna de Prada tiene un carácter muy distinto. Su apología sin reservas de la empresa militar falangista se fundamenta en supuestos muy discutibles o radicalmente falsos, y lo peor es que, al contrario que la de Chicharro Ortega, ofende de modo gratuito a quienes no compartimos sus valoraciones, excluyéndonos del número de los españoles bien nacidos.
Un hecho de armas que implicó a cerca de cuarenta y cinco mil jóvenes españoles en tierras lejanas merece ser estudiado con rigor y sin apasionamiento. Por supuesto, todos somos muy dueños de admirar el heroísmo, la entrega y el valor hasta el sacrificio de la propia vida. Conviene, no obstante, recordar que tales cualidades sublimes nunca son privilegio de un bando y que los combatientes reales suelen ser los primeros en reconocerlo así. También la cobardía y la crueldad andan muy repartidas en toda guerra y, por tanto, ni las virtudes ni los defectos de los guerreros sirven para establecer juicios morales sobre las causas que defienden. La de los divisionarios españoles era «combatir el régimen comunista soviético» que, según Prada, «consideraban, no sin razón, responsable de la situación social que había conducido a los españoles a la Guerra Civil». Si ésta era la justificación de la causa antedicha, cabe alegar que los voluntarios de la División Azul estaban tan equivocados como Prada. El régimen comunista soviético fue ajeno a los procesos sociales y políticos que desembocaron en la guerra civil española, y su posterior intervención en la misma, apoyando a la República, tan responsable de la prolongación encarnizada de la contienda como los dirigentes del otro bando, que se negaron a todo lo que no fuera una capitulación incondicional del enemigo.
El hecho es que la División Azul no tuvo una causa autónoma, sino subordinada a la del nazismo, cualesquiera que fuesen al respecto los sentimientos y convicciones de los voluntarios. Prada afirma que «apenas encontramos entre los divisionarios españoles signos de adhesión al régimen hitleriano». Pero es que la División misma fue un signo incontestable de adhesión total a aquél desde que, el 31 de julio de 1941, en el campo de instrucción de Grafenwöhr, todos sus efectivos, desde el general Muñoz Grandes al último corneta, juraron solemnemente obediencia a Hitler. ¿Qué más prueba de adhesión puede pedirse? Desgraciadamente, los divisionarios españoles no lucharon por la liberación de los pueblos oprimidos por el comunismo soviético, sino por el proyecto nazi, que incluía la esclavización de la población eslava y el exterminio de los judíos.
Jon Juaristi
www.abc.es
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