Hace tan solo unos meses doce diarios catalanes nos advirtieron de que «hay —en Cataluña— un creciente hartazgo por tener que soportar la mirada airada de quienes siguen percibiendo la identidad catalana (instituciones, estructura económica, idioma y tradición cultural) como el defecto de fabricación que impide a España alcanzar una soñada e imposible uniformidad». Y a raíz de la sentencia del Tribunal Constitucional sobre el Estatuto, Montilla incide día tras día en «la desafección» catalana de España.
Que nadie se equivoque, hartazgo por hartazgo y desafección por desafección, con seguridad pesan más el hartazgo y la desafección de la inmensa mayoría de los españoles por la mirada desdeñosa y los gestos excluyentes de quienes se empeñan en que únicamente son respetables sus instituciones, su estructura económica, su idioma y su tradición cultural, como si los toros representaran un «defecto de fabricación que impide a Cataluña alcanzar una soñada e imposible uniformidad».
El fenómeno de los toros desborda lo que acontece en las plazas durante la corrida, punto de término de un proceso con valores de todo tipo, así económicos como culturales y medioambientales, cargados de trascendencia. En Salamanca, ejemplo sin duda extrapolable a Andalucía, Extremadura, Madrid o Castilla la Nueva, sostiene el paraíso de un territorio intacto y animales con vida que para sí quisieran las vacas estabuladas o los pollos de granja. Si las hectáreas de la dehesa se miden en encinas, alcornoques o quejigos, entonces sale una cifra que en su momento dejó pasmadas a dos parlamentarias danesas, antitaurinas en el viaje de ida y abstencionistas en el de vuelta.
El romancero y el mundo sugerente de las leyendas registran numerosas composiciones taurinas, de ayer y de hoy, porque la cultura del toro se mantiene en ebullición. Ahora mismo se puede documentar la formación de poemas y relatos populares. Por los rincones más escondidos del campo charro se advierte el nacimiento de la leyenda de Civilón, un toro mítico de Cobaleda, criado en Campocerrado, lidiado e indultado en Barcelona en vísperas de la guerra (in)civil, cuando la quietud añeja de los encinares, según cuenta algún mayoral de los viejos, se erizó de pitidos premonitorios, heraldos los astados de la furia cainita y los torrentes de sangre, historia de presagios también documentada en Andalucía: «Un vaquero mío, que no quiere salir de la dehesa y conoce la primavera por el latir del cuco en los chaparros», escribe Álvaro Domecq y Díez, «cuenta a quien quiera oírselo que el día antes de nuestra guerra los toros pitaron».
Tiempo este de turismo cansino, por el campo charro alientan muchas rutas perdidas, con ermitas apartadas y santuarios marianos escondidos, que agotaran el repertorio de exclamaciones admirativas de los que se aventuren a recorrerlas. ¿Quién no se conmueve con apólogos como el de la Virgen de Valdejimena en Horcajo Medianero? Uno de los toros que allí pastaban en libertad en calendas remotas, llamado Romo, de proverbial fiereza, hizo fortín de la sombra de una encina de cuyo tronco salía un resplandor intenso: lo despedía la imagen que dio lugar a ese templo, centro de devoción en leguas a la redonda. Allí se apareció y allí continúa, a la vuelta de no pocos pleitos, porque gobernador civil hubo que pretendió llevarse la talla a Salamanca, propósito al que plantaron cara —Fuenteovejuna— los lugareños.
Cultura viva: el santuario de Valdejimena y la misa de la salud, la ermita de la Virgen de los Remedios de Buenamadre, anunciada desde lejos por una espadaña que descuella entre las hermosas; el romance de los mozos de Monleón, rescatado en 1902 por don Ramón Menéndez Pidal y del que José Luis Puerto sigue recogiendo variantes por el yacimiento inagotable de la Sierra de Francia; las coplas de ciego de la odisea taurina de unos albercanos valientes y el cantar de los Cuatro mozos fanfarrones de Garcibuey, composiciones ambas recuperadas del pozo insondable de una tradición que no cesa de renovarse, nutrida por la voluntad soberana del pueblo.
Dejando la nacional 620 en dirección a Aldehuela de Yeltes, se alcanzará el comienzo de un camino de herradura que, a la vuelta de unas horas felices, devuelve a esa misma carretera. Empezando por el Gustal de Campocerrado, luego se dejan, a un lado y otro, las ganaderías de Rekagorri, Galache, El Sierro y Sepúlveda, que marcan el alto de una ruta que sigue por García Torres y Puente de Castillejo para desembocar en Pedraza de Yeltes. Quien quiera disfrutar de la naturaleza y ver animales dichosos, que se dé una vuelta por ahí y que pegue la hebra al azar de la paseata.
¿Los toros? Bien, eso es una palabra genérica. A simple vista saltan las diferencias. El excursionista curioso enseguida descubrirá por Campocerrado animales de mucha viveza, bajos de agujas y cortos, de ojos grandes, hocicos afilados y cuello musculoso, con pelajes cárdenos y, sobre todo, negros, pero algo más adelante, por poco observador que sea, notará que el tipo cambia notablemente, con ejemplares salpicados y burracos, de cabeza voluminosa e impresionantes encornaduras astifinas, blancas por la mazorca, frecuentemente corniveletos y acapachados. Vacas atanasias, la tranquilidad convertida en forma de vida, y vacas betizú, traídas de los Pirineos, puro manojo de nervios. Hay que ejercer de tozudo para no distinguir ni valorar tanta variedad y riqueza de encastes, diversidad que se perdería si la Fiesta desapareciese.
Los mayorales del contorno hablan de sus toros uno por uno y se hacen de cruces cuando vacilas entre dos becerros. «¿Pero no ves las orejas? Igualitas a las de su madre». Sus becerros, sus novillos, sus toros. Y escribo suyos porque son tan suyos como del ganadero, no son becerros, ni novillos ni toros en abstracto, sino el hijo de Príncipe y Tibialuna, pongo por caso, completamente distinto de aquel otro, gestado, sí, por Príncipe, pero no en colaboración con Tibialuna sino al amor de Boticaria. «¡Hombre de Dios! Presta ojos a la pezuña o regálate la vista con el bordón de la cola». Sus comentarios sumergen en el abismo de las especies. Aquí quisiera ver a esos animalistas de urbe y subvención, que cobran y viven del momio de asesoramientos a políticos sin reparos, gente que se atreve a legislar sobre materias que desconoce.
Sobre estos pilares se asienta la dignidad y la cultura taurina: ecología, riqueza de encastes, sabiduría popular, patrimonio histórico, artístico, lenguaje y tradición literaria. Cuando desde Cataluña se pide respeto y reconocimiento para sus tradiciones, que sin duda son riquísimas y lo merecen, desde otras partes de España sencillamente reclamamos lo mismo, añadiendo el recordatorio nada baladí de que los toros también forman parte del acervo catalán más genuino, como demuestra el florecer de plazas y corridas al otro lado de los Pirineos, adonde antes peregrinábamos en busca de libros tachados y películas prohibidas.
Hace un par de semanas eché la tarde con un viejo mayoral en la Fuente de San Esteban. Está metido en años y ya no podemos emplearnos, como antes, por cañadas, cordeles, veredas y roderas entre cercados, corrales y cortinas. No hablaba mucho, nunca lo hizo, porque estos hombres jamás se pierden por una palabra de más, ya que no trincan de la verborrea ni se amparan en retóricas vanas. Hasta que le puse un vídeo de Julio Robles. Entonces se sumió en el silencio. «¿No dice nada?», le pregunté. «No hay palabras», me contestó. Pues eso es el toreo, cuando de verdad se torea. La música callada que cantó Bergamín, algo indefinible que solo se explica con el silencio. Quienes pretenden prohibir las corridas, y en consecuencia exterminar los toros, animales condenados a la extinción si tales designios cuajasen, atentan contra la pluralidad de España.
Gonzalo Santonja
www.abc.es
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