Fue Alfonso Guerra quien dijo que, después de unos años de poder socialista, a España no la reconocería ni la madre que la parió; pero a quien, verdaderamente, correspondería una expresión tan sincera como poco académica es al ambiguo José Luis Rodríguez Zapatero. Tras su sexenio de Gobierno, España resulta irreconocible. No, como pretendía Guerra, por su grandeza y progreso, por su modernidad y riqueza; sino en función de su decadencia y pobreza, por el renacimiento de odios ya olvidados y en aras del disparate electorero.
Cuando Eugenio Noel, el pionero de los escritores antitaurinos en el primer tercio del XX, clamaba por la suspensión de la fiesta de los toros, se inspiraba, mitad por mitad, en la doctrina piadosa de su maestro, el cardenal belga Desiderio Mercier, y en el impulso regeneracionista de Joaquín Costa; pero no trataba de segregar o dividir, de enfrentar ni, mucho menos, marcar distancias entre dos porciones de España. Noel era un escritor a quien admiraban el muy taurino José Bergamín, Miguel de Unamuno o Ramón Gómez de la Serna; pero, ¿quién avala a los indocumentados en presencia?
Lo aprobado ayer en el Parlamento de Cataluña, la supresión de las corridas de toros en todo el territorio catalán, es algo distinto del antitaurinismo clásico. Es, como ya apuntaba en esta columna el pasado domingo, el afán diferencial que, por encima del separatismo, ilumina al nacionalismo del lugar. Y, peor que eso, es la instrumentalización que de ese sentimiento ha hecho, no se sabe muy bien para qué, el presidente Zapatero. Es más, si el líder socialista abundara en pundonor, antes de abandonar los ruidos mundanos para refugiarse en el silencio del Císter y hacer penitencia por su destrozo de España, firmaría una nota que, más o menos, dijera: «No se culpe a nadie del apagón taurino de Cataluña; he sido yo con mis manejos especulativos quien, primero, impulsé el innecesario nuevo Estatuty, después, a pachas con José Montilla y para disimular otros errores, organicé el alboroto antitaurino».
Lo que asusta es pensar, a la vista de los destrozos generados por Zapatero en la legislatura y media que lleva en La Moncloa, lo que puede llegar a hacer en la otra media que aún le resta. Cádiz, ciudad taurina donde las haya, no tiene plaza de toros y vuelca su afición en El Puerto de Santa María y en Jerez. Barcelona puede hacerlo en Zaragoza, que, además, es coso abrigadito, o en el sur de Francia; pero, ¿qué puede hacer una España empobrecida, poblada de parados y cuajada de subsidios, en la que aparece redivivo el odio hemipléjico que nos llevó al desastre?
M. Martín Ferrand
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