Que conste que bastante antes de que la selección española ganase la copa del mundo de fútbol, y de que el pulpo Paul saltase a las primeras páginas de tantos diarios y a los sumarios de tantos informativos audiovisuales, en mi ciudad natal (La Coruña) había un monumento al pulpo. Lo sigue habiendo: está en un tramo poco céntrico, pero de unas vistas maravillosas, del Paseo Marítimo. |
Me parece muy bien que, gracias al Mundial y a la victoria de la Selección, la gente haya cambiado su actitud ante este cefalópodo, que es, con el tiburón, el animal marino que acumula más calumnias y más leyenda negra. Paul se ha convertido en el pulpo bueno, el pulpo simpático, muy lejos de las barbaridades que sobre sus congéneres escribieron autores tan ilustres como Víctor Hugo o Julio Verne, que nos describieron pulpos devoradores de hombres, cuando a los pulpos, como a tantos cristianos, lo que les gusta de verdad es el marisco.
Paul es un pulpo ya madurito, que ha visto muchas cosas. En realidad ha visto muy pocas, desde su pecera en el acuario de Oberhausen, pero siempre queda bonito decir lo anterior acerca de alguien que ya está en la tercera edad, pues parece que los dos años y medio que al parecer cuenta nuestro oráculo octópodo son ya una edad provecta para un cefalópodo, y toma más esdrújulas.
Hasta ahora conocíamos muchas propiedades de los pulpos, y seguramente seamos los gallegos los que más sepamos de los susodichos; pero las dotes adivinatorias no estaban entre ellas. Por supuesto, hay quienes piensan que si en la urna de los Países Bajos le habían puesto un mejillón holandés y en la española uno procedente de la ría de Arousa, la cosa no tenía color: elegía el gallego sin vacilar.
Tomen nota de la sabiduría del pulpo Paul y lean bien de dónde proceden los mejillones cuando se compren una lata de estos moluscos en escabeche: los belgas, al fin y al cabo vecinos de los holandeses, presumen mucho, pero para mejillones, Galicia.
Y para pulpos, también. Es conocido el chiste de aquel paisano al que le pusieron una tapa de pulpo –eran otros tiempos, cuando el pulpo era barato– y, ante la dureza de las rodajas, quiso saber cómo se preparaba. Le explicaron que había que darle una paliza para ablandarlo, y el ciudadano sólo comentó: "Pues a éste ni le riñeron". Cualquiera se atreve ahora a reñir al pulpo Paul...
Lo de la paliza ya ha pasado a la historia. Antes se decía que había que darle entre sesenta y setenta golpes, generalmente contra las escaleras de piedra de los muelles, para convencerle de la obligación que tenía de hacer sus carnes razonablemente masticables. Hoy se han sustituido los golpes por la congelación: se congela, se descongela... y ya está. Ya está listo para cocinarlo, quiero decir. Hoy el pulpo se compra, mayormente, congelado, aunque es posible adquirirlo fresco; antes, mucho del pulpo que se comía en ferias y romerías gallegas era curado.
No sé cómo se preparará el pulpo en La Pobla de Segur, patria chica de Carles Puyol, ni en Tuilla, lugar de nacimiento de David Villa, ni en Fuentealbilla, donde vino al mundo Andrés Iniesta, y que es, de las tres, la más alejada del hábitat natural del pulpo. Sí sé que para muchísima gente el pulpo es algo muy gallego, aunque en toda la España costera haya recetas para este simpático molusco.
Los gallegos lo comemos, como sin duda ustedes ya saben, cocido, cortados en rodajas sus tentáculos, servido caliente –esto es básico– en plato de madera y aliñado con aceite de oliva, sal gorda y pimentón más o menos picante: éste es el llamado pulpo á feira, por ser condumio habitual en las ferias de ganado del país gallego.
Hoy, gracias a las predicciones de Paul y al éxito de la Selección, hay una corriente de simpatía hacia el pulpo. Yo ya se la tenía... lo cual nunca ha impedido que como más simpático me resulte sea, justamente, preparado al estilo galaico, o con la receta típica de la bellísima localidad de Mugardos, en la ría ferrolana, receta que los mugardeses guardan como si fuera la fórmula de la Coca-Cola.
Le deseo a Paul una feliz vejez en su acuario de Oberhausen, y no le recomiendo viajar a O Carballiño, donde me temo que lo harían partícipe pasivo de la mayor fiesta en torno al pulpo del mundo mundial; esto de que en la Galicia interior –Melide, O Carballiño...– se borde el pulpo á feira es uno de esos misterios que ni el mismísimo Cunqueiro, con toda su erudición y su no menos enorme capacidad de fabulación, ha sido capaz de explicar.
Y... yo no estoy muy seguro, pero me parece que, si la Selección debe su triunfo a un pulpo, no es precisamente al adivino Paul... sino a uno mostoleño llamado Iker Casillas, que sacó brazos y piernas de quién sabe dónde para pararlo todo, pese al maldito Jabulani, que sólo se le ha podido ocurrir un diseñador con fobia a los porteros de fútbol y al que espero hayan despedido de Adidas. Al pulpo Iker y a sus veintidós compañeros, por supuesto.
En nombre de todos ellos, en cuanto llegue a Coruña iré a poner una bufanda de la Selección al pulpo del Paseo Marítimo... al que me imagino que, como a mí, le gustan más las gaitas que las vuvuzelas.
Caius Apicus
© EFE
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