Recordaba el sábado, en una espléndida Tercera, el comandante general don Juan Chicharro Ortega a los voluntarios de la División Azul, entre los que se contaron su propio padre y hasta tres tíos suyos, dos de los cuales perecieron en acciones de combate. Tiene razón don Juan Chicharro cuando resalta las virtudes heroicas de aquellos valientes; virtudes que, con frecuencia, llegaron más allá de lo que exigían las ordenanzas militares, hasta hacerse sobrehumanas. En los últimos meses, he leído infinidad de libros sobre la División Azul, quizá la última gran aventura acometida por el genio español; y estoy francamente conmovido por la gallardía de aquellos «guripas», que al ardor en el combate sumaban la magnanimidad hacia el enemigo, llegando a protagonizar episodios ímprobos de abnegación y sacrificio que a cualquier español bien nacido deberían llenar de orgullo.
Aquellos españoles que se alistaron en la División Azul fueron a combatir el régimen comunista soviético, al que consideraban —con razón—responsable de la situación social que había conducido a los españoles a la Guerra Civil; y responsable, sobre todo, de que esa Guerra Civil se prolongase encarnizadamente durante tres años. Apenas encontramos entre los divisionarios españoles signos de adhesión al régimen hitleriano; y, al contrario, enseguida descubrimos la infinita repugnancia que les provoca el trato vejatorio que los conquistadores germanos dispensan a los pueblos sometidos. El divisionario español, por temperamento y por credo, se rebela contra el antisemitismo nazi; y, en su avance a pie hasta el frente confraterniza primero con los polacos (con quienes comparte una misma fe) y después con los rusos, en quienes descubre rasgos de carácter muy semejantes a los españoles. Tales muestras de humanidad fueron reprobadas repetidamente por el mando alemán, al que horrorizaban la indisciplina y el desaseo de las tropas españolas; pero que, llegada la hora del combate, hubo de reconocer que nuestros divisionarios se batían con un denuedo insuperable, como quedó probado en repetidas ocasiones.
En febrero de 1943, con el frente ya rectificado y las tropas alemanas en franco retroceso, la División Azul hubo de hacer frente a un enemigo infinitamente superior que pugnaba por arrebatar el control de la línea férrea que conducía a la ciudad de Leningrado. En la batalla de Krasny Bor (la más cruenta librada por los divisionarios, y tal vez la más cruenta librada por tropas españolas en todo el siglo XX, con excepción de la batalla del Ebro) murieron más de dos mil españoles; y varios centenares cayeron en manos del Ejército Rojo, inciando así un calvario que se prolongaría durante más de diez años por los pavorosos campos de prisioneros estalinistas. De aquella aventura en los límites de la resistencia humana rindió cuenta un director de este periódico, Torcuato Luca de Tena, en un libro magistral y emocionante, Embajador en el infierno, donde narra las penurias soportadas por aquellos héroes, comandados por el capitán Palacios, que a su regreso a España sería condecorado con la Laureada. Invito a las tres o cuatro lectoras que todavía me soportan a leer este libro grandioso, que acaba de ser reeditado por Homo Legens: es una forma humilde de honrar a aquellos compatriotas generosos e inolvidables, orgullo de cualquier español bien nacido.
Juan Manuel de Prada
www.juanmanueldeprada.com
Nenhum comentário:
Postar um comentário