En la región occidental de Europa, «la vieja Europa», como la llamaba Donald Rumsfeld, ningún Gobierno actual puede jactarse de una legitimidad sólida: Reino Unido podría ser la excepción, pero es demasiado pronto para saberlo. Otros, como el de Sarkozy en Francia, el de Berlusconi en Italia y el de Zapatero en España, pierden popularidad cada día que pasa: los índices de aprobación que arrojan los sondeos de opinión para todos ellos rondan el 25%. Pueden ser conservadores como Sarkozy, cristiano-demócratas como Merkel, populistas de derechas como Berlusconi o socialistas como Zapatero; su afiliación política no cambia nada. Uno se pregunta qué ha ido mal. La crisis económica parece la explicación evidente, o tal vez no. Hace dos años, cuando la recesión de EE. UU. llegó a las costas europeas, estos líderes políticos reaccionaron con aparente vigor, lo cual los hizo bastante populares por un tiempo. Paradójicamente, la fase inicial de la crisis económica favoreció a los líderes conservadores y partidarios del mercado libre más que a los socialistas: los partidarios del mercado libre parecían encontrarse en mejores condiciones para salvar la economía que los izquierdistas utópicos. Hoy en día ya no es así: el socialismo vuelve a estar en auge, al menos en los sondeos de opinión, y el populismo de derechas se convierte en una fuerza con la que hay que contar, desde Francia hasta Bélgica y Holanda.
D Por una parte, pero solo una parte, este confuso panorama político está relacionado con el estancamiento económico aparentemente interminable: los trabajos escasean y el futuro parece lóbrego. La crisis griega ha empañado toda la zona euro: la divisa común es vista ahora con cierto recelo. En los márgenes, algunos proponen regresar a las viejas divisas nacionales, lo cual podría provocar un desastre, ya que las naciones del euro acumulan su deuda en esa moneda. Abandonar la zona euro solo serviría para aumentar su grado de endeudamiento. Lo que hace más sombrío este tétrico panorama económico es la asombrosa incapacidad de los líderes europeos para explicarlo; ahí radica, a mi juicio, el motivo fundamental de su mala reputación. Estos líderes parecen no conducir a ninguna parte; si lo hacen, demuestran que son incapaces de explicar cuál es su visión. Pongamos por caso el euro: ningún jefe de Estado o Gobierno ha podido presentar hasta el momento una defensa coherente de la zona euro para contrarrestar la inquietud omnipresente que provoca la divisa. Pensemos en el gasto público: todos los líderes europeos se muestran firmes en su deseo de recortar el gasto estatal. Sin embargo, estos mismos líderes, incluida Angela Merkel, afirmaban hace menos de dos años que el gasto público era la denominada salida keynesianade la crisis. ¿A qué viene ese giro? Probablemente descubrieron que el estímulo público de 2008-2009 generó más deuda que empleo, pero los políticos odian confesar errores pasados. Por ello, no logran explicar el nuevo razonamiento que hay detrás de los recortes en el gasto público. Empeoran las cosas cuando demuestran que son incapaces de conectar «reformas» aisladas, también conocidas como reducción del déficit público, con una visión global de la economía. Un buen ejemplo son los esfuerzos de Sarkozy por retrasar la edad de jubilación desde los 60 a los 62 años. Los sindicatos han puesto el grito en el cielo, cosa que, al fin y al cabo, es su deber: la población en general no comprende qué relación guarda la crisis con la edad de jubilación.
Lo cierto es que los políticos (excepto en Reino Unido, de momento) son reacios a admitir que el actual atolladero de Europa occidental es distinto de la recesión mundial originada por EE.UU. La Vieja Europa se ha sumido en una crisis grave e intratable del Estado del bienestar tal como lo conocemos: las generosas pensiones de jubilación, los subsidios por desempleo, la cobertura sanitaria y los programas sociales de toda índole que hacen de Europa occidental un lugar cómodo en el que vivir se instauraron cuando la demografía y la economía se hallaban en rápido crecimiento. Ahora, tras una generación de estancamiento demográfico y económico, el Estado del bienestar tal como lo conocemos solo podría financiarse con más deuda pública. Los mercados financieros, despertados por la crisis mundial, no apoyarán más esta situación, que recuerda al Potemkin, cuando las prestaciones sociales se hayan convertido en una fachada sostenida no por la producción, sino por el déficit.
De la crisis económica de 2008-2010 entraña, por lo tanto, consecuencias totalmente imprevistas: cuando desbarató inicialmente la economía internacional, los burócratas nostálgicos y la izquierda impenitente esperaban que este fuese por fin el final de la revolución del mercado libre de los años ochenta. Por toda Europa, los medios de comunicación anunciaron a bombo y platillo que Marx había vuelto para cobrarse su venganza: por fin había llegado la largamente temida o esperada crisis definitiva del capitalismo. Como en los años treinta, los académicos y líderes políticos más moderados se mostraron dispuestos a salvar el capitalismo, pero a través de una mayor intervención del Estado. Solo un puñado de eruditos mantuvieron la calma y se atrevieron a subrayar los fundamentos —conocidos y rápidamente olvidados— de la economía como ciencia: cualquier economía crece solo a pasos agigantados mediante un proceso de prueba y error. Lamentablemente, las denominadas crisis son parte inherente de este proceso y están integradas en el sistema. Y para superar estas crisis inevitables, todas las experiencias pasadas demuestran sin lugar a dudas que necesitamos más flexibilidad de mercado y más emprendedores. Estas claras lecciones del pasado pueden parecer contrarias a la lógica, pero la historia demuestra que funcionan. Tras la crisis de 1930, la intervención estatal frenó la innovación, el crecimiento, el empleo y el comercio: puede que estos errores condujeran a la guerra. Una vez más, tras la denominada «crisis del petróleo» de 1974, la intervención estatal desembocó en lo que ahora se conoce como la tragedia de la estanflación, una combinación poco habitual de subida de precios y desaparición de empleos. Estudiar este periodo es más relevante que nunca, ya que fue la primera y única época de la historia en la que se aplicaron de manera estricta las soluciones de Keynes; en la década de los treinta, Keynes todavía no era un nombre conocido. La economía mundial no pudo reactivarse hasta después de que la revolución del mercado libre —o del lado de la oferta— de Reagan y Thatcher reavivara el espíritu empresarial. Basándonos en nuestro proceso de prueba y error, Europa necesita un toque de atención similar, un modelo posterior que todavía no tiene nombre. ¿Deberíamos intentar bautizarla como era libertaria? De ser así, el economista y pensador que debe leerse hoy es el eminentemente legible Milton Friedman. Él es a mi juicio el verdadero profeta de nuestra era: ha llegado la hora de aplicar todas las soluciones prácticas que defendió para crear puestos de trabajo mediante la liberalización, mejorar la educación mediante becas y reducir la dependencia de la seguridad social mediante un impuesto sobre la renta negativo.
Así pues, el liderazgo político requeriría acentos churchillianos(de nuevo, puede que David Cameron los encuentre, o puede que no): hay que explicar por qué el estímulo público no funcionará y nunca lo ha hecho, por qué el euro sigue siendo la mejor protección contra la inflación, la peor de las enfermedades sociales, por qué debe crearse un nuevo equilibrio entre bienestar y dinamismo económico, y que el dinamismo económico precisa menos deuda pública y más inversiones privadas.
Esa retórica, si se expusiera con claridad, sería comprendida y podría ser ratificada por muchos, aunque no todos. Al menos aportaría una sensación de coherencia y una visión que en la actualidad están ausentes. Quienes se oponen a esta búsqueda de un nuevo equilibrio europeo —en su mayoría marxistas y populistas— deberían competir aportando una nueva visión propia. ¿Puede esa visión convincente hacer más populares a Sarkozy, Berlusconi, Merkel u otros? Tal vez no, pero parecerían más coherentes y más legítimos, incluso a juicio de sus adversarios.
Guy Sorman
www.abc.es
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