La guerra de Afganistán es ya, a estas alturas, un conflicto enquistado. El próximo mes de noviembre entrará en su noveno año y, a pesar del ingente esfuerzo bélico, económico y humano que los aliados han realizado, no se han conseguido los objetivos primarios de la campaña, que eran –y siguen siendo– estabilizar el país y eliminar la amenaza talibán. Las tropas de la ISAF, acrónimo de International Security Assistance Force (Fuerza Internacional de Asistencia para la Seguridad), controlan la capital Kabul y ciertas áreas del país. Otras permanecen bajo control de las milicias talibanes, muy bien financiadas por el tráfico de adormidera, base para la fabricación de potentes drogas como la heroína muy demandadas en los mercados occidentales.
Tal es el escenario actual de una guerra que se ha envenenado hasta extremos desconocidos por la opinión pública de los países que forman la OTAN, organización que sostiene la parte principal del esfuerzo pacificador en Afganistán. En este rompecabezas se inscribe la reciente destitución y paso a la reserva del general Stanley McChrystal, comandante en jefe de la ISAF hasta el pasado mes de junio. El escándalo McChrystal, que pasó casi desapercibido para los medios españoles pero que, en Estados Unidos, levantó una fuerte polémica, es la punta del iceberg de un problema de fondo que no termina de resolverse.
El último brote del desorden afgano tuvo lugar el pasado viernes en un episodio no aclarado aún en el que perecieron 52 civiles durante una operación de la ISAF en la provincia de Helmand. 52 vidas civiles que vienen a sumarse a más de 1.000 que ya se han perdido desde el comienzo del año. Los mandos militares ni afirman ni desmienten y la matanza está aún pendiente de investigación.
En espera de que los responsables políticos de la ISAF, que no son otros que los Gobiernos occidentales, den una respuesta satisfactoria al ataque de Helmand, bueno es recordar que una operación similar pero llevada a cabo por el ejército israelí hubiese desatado una ola de indignación internacional que, con toda seguridad, hubiese tenido consecuencias diplomáticas de largo alcance. Es el doble rasero con el que se maneja Occidente y los propios países árabes en los asuntos de la guerra, una malla muy fina para Israel, otra muy gruesa para la OTAN.
La lente distorsionada con la que siempre y sistemáticamente se mira a Israel con intención de culpabilizarle de oficio. Un ejemplo no bélico nos lo ofrece el director de cine Oliver Stone, famoso por su ideología de extrema izquierda y por su amistad con tiranos de la catadura de Fidel Castro o Hugo Chávez. En unas declaraciones al británico Sunday Times disparata asegurando que a Hitler y a su odioso régimen criminal hay que ponerlo "en su contexto", que los nazis se ensañaron más con los rusos que con los judíos, y que verdades tan elementales permanecen ocultas por culpa de "la dominación judía de los medios de comunicación".
Afirmaciones de este calibre serían perseguibles de oficio en países como Francia o Alemania, donde con ciertas cosas no se puede siquiera bromear. No así en Estados Unidos y más si el que las profiere es un santón de la corrección política que navega plácido sobre el mantra antisemita de nuestros días. Occidente está empezando a tener un problema muy grave y lo peor es que nadie parece advertirlo.
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