Pasé la última página de Desgracia, con la inequívoca certeza de haber leído una obra maestra. Y la tiré, de inmediato, a la papelera. No me pasa muchas veces. Pero la novela de Coetzee me levantó una angustia que en rarísimas ocasiones me he cruzado en mi bastante larga vida de rata de biblioteca. Era un par de años antes del Nobel y pocos por aquí conocían la negrura del más grande de los escritores sudafricanos. Yo confieso que la sola idea de repasar alguna vez un par de páginas de ese libro implacable me dio miedo. Aquella noche misma se lo llevó el camión de la basura. Los libros más grandes tal vez sean esos, la hipótesis sólo de cuya segunda lectura pone ante nuestros ojos el abismo del pánico.
Me viene a la memoria la novela de Coetzee, cuando leo los gozosos festejos sudafricanos en el aniversario de la liberación de Mandela. También Coetzee fue un combatiente entusiasta contra el infame apartheidque pudrió largamente el alma de los sudafricanos durante decenios de oprobio. También él vio en Nelson Mandela el prodigio del hombre que sobrepone a las heridas recibidas la inteligencia política y el sosiego. Porque es, de verdad, casi milagroso que un hombre sometido a las más duras condiciones de prisión política durante veintisiete años, transite del presidio al poder incuestionado sin dejarse tentar por la venganza, por el resentimiento, por la brutalidad ciega que arruinó, sin apenas excepción, las descolonizaciones africanas. Mandela fue un milagro, sí. Desgraciadamente, efímero.
Lo de después fue atroz. Sigue siéndolo. Y Coetzee se nacionalizó australiano. Al Mandela de honestidad memorable siguieron lo peores lugartenientes. Era un conflicto que se anunciaba ya desde apenas salido, hace 20 años, de la cárcel, cuando tuvo que cortar en seco la red de corrupción y crimen tejida por su esposa, Winnie. Rompió Mandela con Winnie, con sus bandas de matones, con la lógica de venganza y rapiña, de linchamiento, exacción arbitraria y súbito enriquecimiento de los peores. Mantuvo, con esfuerzo que es fácil imaginar doloroso, el equilibrio frágil de la sociedad rota que heredaba. Luego, ya demasiado viejo y demasiado cansado, hubo de ir cediendo el poder a sus delfines. Fue el desastre. El que -tras aquel pintoresco Mbeki que proclamó el sida invento imperialista y prohibió combatirlo con retrovirales, y tras el efímero y gris Motlanthe- culmina en un arquetipo de corrupción política tan extremo como el polígamo Jacob Zuma.
Pocas tragedias en el mundo contemporáneo me conmueven más que la de Mandela, político intachable, rodeado de seguidores corruptos. Inteligente, moderno en su concepción de la democracia y, sin duda, consciente de hasta qué punto su imagen ha ido siendo trocada en icono, oculta tras el cual la peor gente ha hundido sin remedio a un país riquísimo en la loca regresión tribal de la cual sólo puede venir para los sudafricanos un futuro de odio incurable y de miseria. De eso hablaba la dura novela de Coetzee, del derrumbe. Es la reflexión más pesimista sobre el destino humano con la cual haya tenido yo que vérmelas en mucho tiempo. Desgracia, se llamaba. Desgracia: la que va de la grandeza de Mandela al histrionismo criminal de Zuma.
Gabriel Albiac
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