No tengo el menor ánimo de terciar en la polémica sobre la homosexualidad que han venido protagonizando en este periódico Pío Moa y José María Marco (y a la que luego se han sumado Albert Esplugas y Federico Jiménez Losantos). Al primero no le conozco, el segundo es amigo mío y siempre podemos conversar acerca de todo lo que se nos ocurra. |
Lo que sucede es que tengo mis propias posiciones sobre el tema y me veo en la necesidad de expresarlas, sobre todo, porque hay una porción importante de los lectores de Libertad Digital que aún no se ha dado cuenta de que éste es el diario más plural que existe y de que, sin duda, cada uno de los que escribimos aquí tiene sus puntos de vista y sus opiniones; eso sí, en una inmensa mayoría nos oponemos a cualquier forma de totalitarismo y de autoritarismo.
Empecemos por la cosa personal, que es la que lo define todo. Para decirlo con absoluta sencillez: yo soy heterosexual porque no experimento deseos de otro tipo: si los experimentara, les daría curso y ordenaría mi vida en ese sentido, probablemente con la misma discreción con que he dado curso a mis deseos heterosexuales. Mienten los que, haciendo de la sexualidad una causa política, hablan de opción: no hay ninguna opción, no se elige la propia sexualidad, que depende de una delicada mezcla de genes activos y vida social, lo que no significa en absoluto que se trate de una cuestión de herencia: venimos al mundo con una dotación genética muy amplia, y sólo empleamos una parte de ella, como sólo empleamos una ínfima parte de las neuronas del córtex, y son las sucesivas experiencias individuales las que llevan a emplear más o menos piezas de ese legado. La naturaleza es generosa, y más maleable en cada ejemplar de una especie de lo que se suele creer.
Obviamente, se desprende de esto que yo no diría ni en sueños ni despierto que la homosexualidad es una desgracia. Pero hay gente que lo considera así, y no me atrevo a decir que lo piensa así porque en realidad esa noción no corresponde tanto a un esfuerzo dedicado a pensar el asunto como a una aplicación de una doctrina más amplia a esa situación en particular. Es perfectamente coherente con la Weltanschauung de Pío Moa (y de muchos más). No con la mía, aunque escribamos en el mismo medio y yo le dé la razón en más de una cuestión histórica relativa a la Guerra Civil.
En Cataluña, de manera rigurosamente ilegal e inconstitucional, atendiendo a los poderes que confiere al Parlament el Estatut en su versión original, se acaba de aprobar un ucase por el cual todo aquel que tenga hijos adoptivos deberá comunicárselo a los niños antes de que cumplan los doce años. En caso contrario, sufrirá sanciones. Sabemos que un hijo adoptado con los trámites pertinentes no suele tener problema de identidad alguno, y menos aún cuando ha nacido en el extranjero –los huérfanos españoles, que los hay, parecen no tener derecho a familia–; en buena parte de los casos, posee características étnicas que le revelan, espejo mediante, que no puede ser hijo biológico de sus padres. Pero también sabemos que existe un número de niños cuyo origen permanece en la sombra –porque las suyas fueron madres de alquiler, porque fueron abandonados, etc.– y están apuntados en el Registro Civil como hijos biológicos. Lo del Registro Civil, finalmente, no es más que una declaración paterna o materna o médica. Y es a esas personas a las que se dirige la ley, interviniendo en los derechos de herencia, entre otras cosas. Sospecho que en pocos años se abusará de las pruebas de ADN como último refugio de la identidad.
Lo pongo como ejemplo. Va otro: hace unos días se aprobó en Argentina una ley de matrimonio gay más amplia que la española. Hace unos pocos años, en cambio, fue investigada, en Buenos Aires, Mariela Muñoz, una transexual dedicada a la prostitución (¿quién le da un empleo?) que crió a nada menos que dieciocho niños de la calle, los alimentó y los envió a la escuela durante años, hasta que intervino el Estado y se los llevó a un hogar, es decir, a un orfanato, institución espeluznante donde las haya, para salvarlos de la perversión de su madre de hecho. Ahora podría adoptarlos legalmente, sin que el Estado perdiera el control de su existencia y con un menor coste para las arcas públicas.
La casta política, la que puede aprobar la obligatoriedad del esclarecimiento del origen de los hijos adoptivos, la que puede autorizar a una niña a ir al médico a quitarse el niño pero también está dispuesta a enviar a la cárcel a quien la preñó, la que financia el día del Orgullo Gay con discriminación para los israelíes –porque, oficialmente, ser gay es ser de izquierdas, cosa harto discriminatoria en sí misma desde que niega al gay el derecho a pensar–, la casta política, decía, se ha apropiado del control de la sexualidad de manera ostensible. Y es un arma realmente poderosa.
Todo esto, finalmente, es puro franquismo por otros medios y con look aggiornato. Pasamos de la prisión para los homosexuales a una aparente libertad que los hace salir a la luz, los identifica, los clasifica y los compromete con las instituciones tradicionales mediante el matrimonio y otros recursos administrativos: el día que haya que hacer la lista para mandarlos a Auschwitz, porque la tornas en la historia suelen cambiar, bastará con darle a la tecla de imprimir. Pasamos del poder médico y del poder pedagógico verticales de los tiempos del Caudillo a un poder médico –que alcanza a la decisión sobre la vida y la muerte– y un poder pedagógico –que alcanza al derecho y al deber de promover a los ignorantes– infinitamente más fuertes y más retorcidos.
Y, de paso, se engorda la hipocresía en torno de la cuestión paidofílica, que, como todo lo demás, está siempre ahí, en la escuela, en la familia y hasta en la cultura, que la ha normalizado hasta el punto de no ejercer el menor atisbo de crítica cuando se habla de don Antonio Machado con su Leonor de trece años, ni del reverendo Dodgson con su Alicia, ni del muy ilustre Lichtenberg, casado en la vejez con una niña de once años (esta reflexión se la debo a una muy buena amiga y colega de la que no sé si quiere ser citada aquí). Y, claro, se acepta no mirar qué pasa debajo del burka.
Lo único sobre lo que conviene legislar, la protección real de la infancia y el sexo no consentido, sigue en el limbo.
Nunca se es más libre que en la intimidad. Y una legislación será más avanzada cuanto mayor sea su respeto por esa intimidad. Lamento no poder aseverar que el PP, puesto manos a la obra, vaya a modificar más que algún aspecto de la nueva ley del aborto.
Horacio Vázquez-Rial
http://revista.libertaddigital.com
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