Siria ha jugado siempre un papel destacado en la política de Oriente Próximo al demostrar una formidable capacidad para cruzar campos y forjar acuerdos aparentemente imposibles. Es un estado árabe de mayoría suní gobernado por una minoría que sigue un rito herético del chiismo. Su régimen es baasista, su rechazo al islamismo lo ha demostrado ejecutando de forma masiva a miembros de los Hermanos Musulmanes, aún así no ha tenido mayor inconveniente en traicionar la causa árabe y ponerse al servicio de los intereses iraníes en la región, al tiempo que suministraba ayuda a islamistas en Líbano —Hizboláh— y Palestina —Hamás—.
El régimen sirio se ha acostumbrado a vivir en la cuerda floja, quizás porque la geografía y los recursos naturales no le permiten mejores opciones. Su objetivo principal es «recuperar» Líbano, la «escisión» provocada por Francia para dotar a sus aliados cristianos de un estado. El gobierno de Damasco supo aprovechar la Guerra Civil para hacerse imprescindible y, finalmente, lograr el control de la situación. Sin embargo, la sucesión de asesinatos políticos que tuvo como dramático colofón el del dirigente suní Hariri provocó la condena internacional, su aislamiento y la apertura de una investigación que podría concluir con el presidente Bashar al-Assad ante un Tribunal Internacional.
Con la llegada de Obama a la Casa Blanca se puso fin al aislamiento de Siria, confiando en que una actitud dialogante ayudaría a estabilizar tanto Irak como Líbano, además de lograr el fin de su forzada alianza con Irán. Un año después podemos afirmar que Siria ha superado una situación crítica, que su relación con Irán es más fuerte que nunca y que su papel en la desestabilización de Líbano y Palestina, mediante su apoyo a formaciones islamistas, continúa adelante. Bashar al-Assad ha sabido jugar con la ansiedad norteamericana y europea y ha ganado.
Florentino Portero
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