«De allá de donde vienen, allá retornan: deben pagar la culpa contraída en el curso del tiempo». Es el más viejo fragmento conservado de un filósofo griego. Y el más cercano. No hay modo de leer esas dos líneas de Anaximandro sin que algo primordial a cada uno de nosotros nos golpee en el oculto recoveco en el cual todo sujeto humano es frágil, más que el vidrio, y que muy raramente confesamos, y que sabemos lo más verdadero de las muchas vidas con las que nos hiere el tiempo. Toda generación debe pagar en remordimiento las apuestas de sus años jóvenes. Pero sólo no apuesta aquel que está ya muerto: vida y envite son lo mismo.
A mi generación, el tiempo la salvó del peor remordimiento del siglo XX. Los totalitarismos europeos eran ya historia para quienes cumplíamos los dieciocho en el sesenta y ocho. Y el último, el soviético, nos parecía sólo un anacronismo, aún más grotesco que horrible. La izquierda radical de aquellos años fue antisoviética antes aún que anticapitalista, y con aspereza más innegociable. De eso, que supimos desde el primer momento un privilegio, nos vino la arrogancia. Con la arrogancia, nuestro propio dar de bruces, que, por más irreal, más literario, no hubo de atravesar los infiernos de sangre y cieno que tocaron a nuestros mayores. Pero sí la culpa de callar lo inenarrable que sucedía en China. Y suplirlo con un amasijo de simplezas que hubieran debido ruborizarnos.
En el inicio de los años setenta y en Vincennes, yo asistía a las clases del más brillante de los jóvenes pensadores de entonces. Ni él ni quienes le escuchábamos percibíamos el espantoso ridículo de derrochar todo aquel talento en bizantinos comentarios de Mao que sólo hubieran debido mover una mente no enferma a la carcajada. ¿Estábamos todos locos? No. Necesitábamos, sencillamente, lo que nunca nos hubiéramos confesado: una suplencia verosímil de lo sagrado. Lo que todas las jodidas generaciones a las que tanto despreciábamos habían buscado como consuelo. Ni siquiera lo sabíamos. Inventamos China —nos la inventamos—, porque nosotros, los primeros descreídos de la historia moderna, necesitábamos creer en algo. Y, como todas las generaciones, disfrazamos de saber nuestra creencia.
El tiempo se ocupó de derrotarnos. El tiempo sólo sirve para eso. Mediados los setenta, la creencia apareció al desnudo, sórdida y asesina. La realidad nos pasó por encima como una apisonadora. Cuando un decenio más tarde vimos aquellas fotos de Tien-An-Men, ocupada por adolescentes que se parecían tanto a los que nosotros fuimos veinte años antes, supimos que lo peor sucedería. No nos sorprendieron los tanques. Nuestro remordimiento había alcanzado ya ese punto lúcido en el cual no hay manera de engañarse. Y una congoja como ninguna otra me apresará en mi vida, me hizo entender ante la imagen de aquel hombre inmóvil cortando el paso a los blindados, que nadie pasa por esta puta vida con inocencia. Salvo aquellos que estuvieron siempre muertos. Me recuerdo aquella noche, recluido en la lectura de Anaximandro, como otro hubiera buscado recluirse en el silencio de una catedral: «De allá de donde vienen, allá retornan. Deben pagar la culpa contraída en el curso del tiempo». Liu Xiaobo sigue preso.
Gabriel Albiac
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