sexta-feira, 22 de outubro de 2010

El desmoronamiento de España

España sufre una crisis política y económica. Los partidos políticos, atrincherados en la falta de control por parte del poder judicial, han provocado la ruptura del orden constitucional y ahondado la crisis económica hasta tal punto que es muy difícil aplicar una política económica que tenga en cuenta simultáneamente la necesidad de hacer reformas estructurales, la de respetar los acuerdos con la UE y la Unión Monetaria Europea y la de poner límites al gasto de las autonomías.


La clase política se ha convertido en una casta (...) y ha impulsado la financiación presupuestaria de unos sindicatos y una patronal que defienden prioritariamente los intereses de sus equipos directivos. Todas esas castas se nutren de los presupuestos de las distintas administraciones públicas. Hay otras castas, como la financiera, aparentemente independiente de los presupuestos, rica y privada, pero que no puede sobrevivir sin el apoyo del Estado (...) La crisis económica, causada en última instancia por una política de dinero barato y por la falta de regulación y control del sistema financiero por parte de los bancos centrales de los principales países desarrollados, se tradujo en España en un incremento de los créditos bancarios mucho mayor que el experimentado en la mayoría de los países del área euro y en la formación de una enorme burbuja inmobiliaria.

Superar esta crisis económica va a resultar muy difícil, porque el desplome de la actividad ha producido una sustancial pérdida de empleo y un enorme déficit público. Un déficit estructural que tiene su origen en la forma en que se ha interpretado el texto constitucional en lo referente a las competencias de las autonomías y su financiación, que no controla el Estado, a pesar de que la Constitución lo preveía, así como de un sistema tributario que descansa en la actividad del sector de la construcción y en las transacciones inmobiliarias.

El de 1978 fue quizá el único texto constitucional posible, pero al cabo de más de treinta años sus deficiencias están afectando a la supervivencia del Estado (...) La Constitución de 1978 fue el resultado de un pacto entre los principales partidos políticos (...) para pasar del franquismo a la democracia. Fue un pacto de renuncia a la venganza por parte de todos, vencedores y vencidos en la Guerra Civil, con una amnistía general y otra específica para los criminales de ETA, instrumentada mediante indultos para los autores de delitos de terrorismo. Fue un pacto hecho desde la memoria histórica, para no repetir el pasado, en el que se reconocía a España como nación (artículo 2, "La Constitución se fundamenta en la indisoluble unidad de la nación española"), aunque [ese reconocimiento venía] matizado por la existencia de "regiones y nacionalidades". (...)

La Constitución es tan clara como contradictoria en lo que se refiere a las competencias del Estado y las autonomías, pues junto a la lista de las competencias exclusivas del Estado, que figuran en el artículo 149, permite, en su artículo 150.2, su traspaso a las autonomías mediante la aprobación de una simple ley orgánica; es decir, una ley que cuente con el apoyo de la mitad más uno de los miembros del Congreso de los Diputados. Con cautelas jurídicas, pues sólo se pueden transferir las facultades "que por su propia naturaleza sean susceptibles de transferencia o delegación". Esta posibilidad introducía el riesgo de ruptura de la unidad nacional si el Tribunal Constitucional interpretaba esa caución con una ideología no ya de carácter federal, sino confederal. Un riesgo evidente, pues tanto el poder judicial como el Tribunal Constitucional podían convertirse, en buena medida, en apéndices de los partidos políticos.

La Constitución permite que los partidos políticos controlen el poder judicial y el Tribunal Constitucional. La Constitución descansa desproporcionadamente en la actuación responsable de los partidos políticos. Aunque menciona la necesidad de que funcionen con democracia interna (artículo 6, "[...] su estructura interna y funcionamiento deberán ser democráticos"), no pone ningún medio para garantizarla. Por si esas concesiones no fueran suficientes, no limita su financiación con cargo a los presupuestos públicos y permite financiar, también con fondos presupuestarios, las campañas electorales. Hasta tal punto que un uso prudente de dichos fondos permitiría a los partidos no depender en absoluto de las cuotas de sus afiliados ni de donaciones de terceros para funcionar. Esa generosa política de financiación tuvo por objetivo evitar que los partidos tuvieran la tentación de acudir a la financiación ilegal utilizando fraudulentamente su control sobre el gasto público de las administraciones. Con esas premisas, los casos de financiación ilegal de los partidos son hoy incomprensibles. Si sigue habiendo corrupción es porque los partidos políticos no están, en la práctica, controlados por ninguna institución pública. Su impunidad es absoluta. Ese poder se ha traducido en un crecimiento desmesurado del gasto de autonomías y ayuntamientos, que se utiliza por las distintas instancias de los partidos para consolidarse en las diferentes circunscripciones territoriales.

Son problemas reconocidos y analizados por políticos, juristas y constitucionalistas, que no se han podido atajar porque exigirían la revisión del texto constitucional, lo cual depende también de los partidos políticos. La Constitución sólo se ha modificado mínimamente en 1992 para permitir el voto a los residentes en España en las elecciones municipales, no sólo de los nacionales de la Unión Europea, sino de los del resto del mundo. Una reforma sustancial, que afectara al texto completo o al Título Preliminar, al capítulo segundo o al Título II, que hacen referencia a España como nación, a los derechos individuales y a la Corona, requeriría el procedimiento del artículo 168, lo que implica el voto previo positivo de tres quintos de los miembros del Congreso de los Diputados y del Senado, la disolución de las cámaras, la celebración de un referéndum y nuevas elecciones. Por el contrario, la Constitución permite la reforma del resto de su texto con un procedimiento más sencillo, que es el que se utilizó para la reforma del artículo 13.2 a que se ha hecho referencia. El propio Título VIII, el que más nos afecta, que se refiere a la "organización territorial del Estado", puede modificarse, de acuerdo al artículo 167, si lo proponen al menos tres quintos de los miembros de cada una de las cámaras, con la posibilidad final de que bastara esa mayoría cualificada en el Congreso y la simple mayoría absoluta en el Senado. Y sólo habría que someterlo a referéndum si lo solicitara una décima parte de una de las cámaras. Es decir, el acuerdo entre el PP y el PSOE podría ser suficiente, incluso sin referéndum ni, por supuesto, necesidad de disolver las cámaras. Antes de la aprobación de la Constitución, la ley electoral de 1976 había fijado el reparto del poder entre los partidos nacionales y los nacionalistas como paso previo a las primeras elecciones democráticas. Ningún partido, aun con mayoría absoluta, ha querido modificarla, a pesar de ser preconstitucional. La ley electoral de 1976 es la auténtica constitución para los partidos.

Otras constituciones, como la estadounidense, se redactaron para defender la libertad personal frente a los poderes públicos. La española hace descansar esos derechos en la buena voluntad de los partidos políticos, amparando sus posibles cambios de estrategia sobre lo que «quiere decir» la Constitución. Esos cambios se han producido mediante la interpretación del texto por unos miembros del Tribunal Constitucional elegidos con criterios políticos por los partidos. De los doce miembros del Tribunal Constitucional (artículo 159), cuatro son elegidos por el Congreso y cuatro por el Senado, por mayoría de tres quintos; dos los designa el gobierno y otros dos el Consejo General del Poder Judicial. Todos por un periodo irrepetible de nueve años, que se amplía indefinidamente si los partidos políticos no logran un acuerdo para renovarlos por esa mayoría estipulada de tres quintos en el momento en que cumplen sus mandatos. (...) Lo evidente es que nuestra Constitución se puede cambiar, de hecho, mediante las correspondientes sentencias interpretativas del Tribunal Constitucional. Sin apelación posible. Sin respuesta de los votantes.

(...) La Constitución de 1978 no consagra la independencia del poder judicial. En el momento en que se redactaba, los jueces, que eran los del franquismo, despertaban una gran desconfianza entre los partidos de izquierda y los nacionalistas. Inicialmente el grueso de la designación de los miembros del CGPJ, que es el órgano de gobierno del poder judicial según el artículo 122.2 de la Constitución, se hacía por los jueces y magistrados (doce de un total de veinte, más el presidente del Tribunal Supremo), pero la Constitución previó la posibilidad de modificar el sistema de designación en el sentido en el que se ha expuesto. Esa posibilidad la utilizó el PSOE en 1985. Según la nueva ley orgánica, de 1 de julio (...), los doce miembros elegidos entre jueces y magistrados pasaron a ser votados por el Congreso y el Senado entre los propuestos por las asociaciones de jueces. Los otros ocho miembros los eligen directamente el Congreso y el Senado entre "abogados y otros juristas de reconocido prestigio". En todos los casos la mayoría necesaria es de tres quintos en el Congreso y en el Senado. Tanto el poder judicial (el Consejo General del Poder Judicial) como el propio Tribunal Constitucional (...) han estado formados por personas elegidas en función de su afinidad política. Para los partidos políticos lo relevante no ha sido nunca ni el prestigio personal, ni la formación, ni la experiencia de los candidatos. Lo fundamental ha sido impedir que un poder judicial independiente pudiera poner en riesgo su propio poder. Poder para interpretar las leyes, incluyendo la Constitución, y poder para sancionar las conductas ilegales de los partidos.

Los jueces y magistrados son, a nivel personal, independientes y responsables de sus actos, pero el funcionamiento de los juzgados y los tribunales, desde el de menor orden hasta el Tribunal Supremo, dependen del poder ejecutivo. El gobierno nacional y los gobiernos autonómicos deciden cuántos juzgados hay de cada materia, cómo se financian, qué personal tienen y cómo se designa a esos funcionarios administrativos. Por su parte, los sindicatos intervienen en la selección del personal de cada juzgado, aplicando los criterios que les interesan. Ni los jueces ni los magistrados tienen capacidad para decidir quiénes son sus subordinados, ni qué juzgados habría que reforzar, ni qué inversiones hacer, ni con qué presupuesto cuentan, ni qué sistema informático se instala, ni si ese sistema es compatible con los de otros juzgados, ni con los de otras autonomías. Los jueces y magistrados tienen el poder de dictar sentencias. El Ministerio de Justicia y las consejerías de Justicia de las autonomías, junto con los sindicatos, son los que ponen límites a esa capacidad, y los que aseguran o impiden el ejercicio de la función judicial.

La Constitución, en definitiva, permitió la transición a la democracia y el reconocimiento de las libertades fundamentales de los españoles, pero no consagró ni la separación estricta de poderes entre el ejecutivo, el legislativo y el judicial, ni la independencia de éste. Al cabo de más de treinta años, podemos afirmar que una Constitución de consenso ha resultado tan insegura como otra que podría haber sido de ruptura con el pasado. (...)

La Constitución, interpretada por una larga serie de sentencias del Tribunal Constitucional, ha bendecido la transferencia de competencias "exclusivas" del Estado a las autonomías: unas veces a impulsos del PSOE, otras del PP, y otras a instancias de los partidos nacionalistas, en alianza coyuntural con el PSOE o el PP. La primera ilegalidad de orden constitucional consentida por la justicia fue la interpretación del resultado del referéndum que tuvo lugar en Andalucía en 1980, dándolo por aprobado, aunque fuera derrotado en una provincia, la de Almería, en contra de lo que disponía el artículo 151.1. En este caso una ley orgánica posterior reinterpretó como positiva una decisión popular que, legalmente, rechazó lo propuesto en referéndum. En 1993, tras perder el PSOE la mayoría absoluta en las elecciones de ese año, se alcanzaron acuerdos para transferir muchas de las competencias exclusivas del Estado a la autonomía catalana y, simultáneamente, al resto. En 1996, es el PP el que, para poder gobernar, amplia las transferencias, como pago al apoyo de CiU y PNV. Política que se continúa en 2000, a pesar de contar el PP con mayoría absoluta. En 2004, el gobierno de Rodríguez Zapatero, en colaboración con partidos secesionistas como Esquerra Republicana y Convergencia i Unió, impulsa la redacción de nuevos estatutos de autonomía, con competencias aún mayores, algunas claramente inconstitucionales, a costa de las del Estado nacional.

La Constitución de los Estados Unidos está redactada para garantizar que la libertad individual no se vea constreñida por el poder del Estado. Por eso vela por la separación de poderes y somete al ejecutivo y al legislativo al control de un poder judicial independiente. Si el partido político gobernante quiere enmendarla puede hacerlo, pero tiene que convocar un referéndum, que debe contar con la aprobación del Tribunal Supremo, para asegurar que el posible cambio en el texto constitucional no ponga en riesgo las libertades individuales y el Estado nacional.

La Constitución de la República Popular China reconoce los derechos individuales de sus nacionales, pero según la interpretación que el Partido Comunista Chino haga de esos derechos. No existe separación de poderes: el ejecutivo, el legislativo y el judicial están subordinados al Partido Comunista Chino. El PCCh interpreta los derechos de sus nacionales con subordinación a lo que entiende que son en cada momento los intereses generales. Ese poder absoluto ha permitido que el Estado Chino pase del comunismo a una suerte de nacionalsocialismo tras el cambio de política económica de 1978, decidido por el partido, controlado en ese momento por Deng Xiaoping. A partir de ese momento comienza un desarrollo económico acelerado, capaz incluso de superar crisis como la actual gracias a la ciega obediencia de todos los agentes económicos y sociales a las decisiones del partido. Por eso China es el paradigma de los que creen en la ingeniería social. Por eso China, aunque sea un Estado nacionalsocialista, un Estado fascista de hecho, es un ejemplo para los comunistas de todo el mundo, porque para ellos es la prueba de que los gobiernos totalitarios pueden mejorar el nivel de vida de la población sin democracia ni separación de poderes. Sólo sería necesario que todo el poder residiera en la "vanguardia del proletariado", en el órgano de dirección del Partido Comunista.

En España los derechos individuales se subordinan a los intereses de los partidos políticos, que están de hecho legitimados para interpretar la Constitución. Esa defensa de la partitocracia, que se sigue haciendo hoy, como el sistema político menos malo para España se fundamenta teóricamente en el convencimiento de que nuestra historia demuestra que la democracia puede fracasar si los partidos políticos, controlados por una élite responsable, permiten demasiada independencia, sin subordinarlos a la disciplina de los partidos, a los políticos. (...)

La democracia de partidos no ha funcionado como se previó en 1978. El Estado Español ha perdido competencias exclusivas y los partidos políticos se han convertido en una partitocracia que impide el derecho de los ciudadanos a ser representados adecuadamente en el Congreso y el Senado, y en la que la ausencia de democracia interna en los partidos ha producido un sistema de selección perversa de dirigentes, que expulsa a los más capaces y a los que pretenden cualquier reforma política o económica.

La descomposición territorial está muy avanzada. La separación entre los tres poderes tradicionales se ha difuminado. Hoy coexisten la España unitaria, que es la que recauda la mayoría de los impuestos, pero que gasta poco de lo que ingresa en políticas nacionales, y la España autonómica, en la que las diecisiete autonomías ejercen extensísimas competencias. En España conviven un Estado unitario reducido, un Estado federal previsto en la Constitución, pero no declarado, y un Estado confederal, incompatible con la misma. No habría nada que oponer a este fenómeno disgregador si hubiera sido aprobado por los españoles en un referéndum con todas las garantías previstas en la Constitución. Pero el cambio se ha producido a través de las sentencias y los silencios del Tribunal Constitucional, siguiendo las instrucciones de los partidos con mayoría en ese tribunal en cada momento.

Ese poder de los partidos políticos, junto con un periodo de trece años en el que la economía ha crecido sostenidamente, y en el que un sistema tributario muy elástico desde el punto de vista fiscal ha multiplicado los ingresos públicos, se ha traducido en cambios en la estructura del Estado, y en la adopción de políticas de gasto público que hoy se revelan como impedimentos casi insuperables para reequilibrar nuestra economía. También se ha producido una pérdida de prestigio de instituciones fundamentales del Estado constitucional, cada vez más despreciadas por los ciudadanos de todas las ideologías. Nuestros problemas, políticos y económicos, se han conjugado, entremezclado y confundido hasta el punto de que es muy difícil enfrentarse a los económicos, que nos presionan con casi 5 millones de parados en estos momentos, con suficientes garantías de éxito, sin resolver al mismo tiempo los políticos o, al menos, parte de ellos.

Los problemas políticos –aunque muchos tengan contenido económico– y económicos que a mí me parecen más significativos afectan a la Jefatura del Estado, que ni arbitra ni modera; a la desmembración del Estado central, por la vía de la cesión de competencias exclusivas a las autonomías y por la de la aprobación de nuevos estatutos, comenzando por el de Cataluña –sobre el que el Tribunal Constitucional ha tardado cuatro años en dictar sentencia–, que se suman a las cedidas a la Unión Europea y a la Unión Monetaria Europea; a la incomprensible cesión a los sindicatos de casi todo lo referente al mercado de trabajo y a un nuevo intervencionismo público en la economía (...), que ha impulsado políticas de gasto público que no son financiables en la actualidad, incluyendo la extensión del Estado de Bienestar a impulsos de la irresponsabilidad fiscal de las autonomías, hasta un punto en que es incompatible con nuestra capacidad económica y con el Tratado de Maastricht. Todo lo cual no habría sido posible sin la degeneración de la clase política.

NOTA: Este texto es un fragmento del primer capítulo de EL DESMORONAMIENTO DE ESPAÑA, que acaba de publicar ALBERTO RECARTE en la editorial La Esfera de los Libros.

http://findesemana.libertaddigital.com

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