A raíz de este artículo he recibido varios correos de compatriotas chilenos que me recriminan haberles llamado "españoles", cuando, según aseguran, ni lo son ni lo quieren ser. No se molestan, en cambio, si se les llama "hispanos", y hasta alguno siente verdadero orgullo de serlo. Bien, si se sienten hispanos, eso significa que se incluyen dentro de la Hispanidad, que festejamos todos los 12 de octubre sin saber muy bien cuál es su significado. |
La Hispanidad, como nos recordó ayer el maestro Vázquez-Rial, es un concepto reciente. Si hace cien años hubiésemos preguntado a un individuo su opinión acerca de la Hispanidad, probablemente se hubiera encogido de hombros sin saber bien qué contestar. Hoy, como hace un siglo, el 12 de octubre celebramos el aniversario del Descubrimiento de América y la festividad de Nuestra Señora del Pilar, patrona de España... y de la Hispanidad con mayúscula.
En España, que a su vez es madre de la hispanidad con minúscula, lo del Pilar sigue teniendo más fuerza. El 12 de Octubre es el Día del Pilar porque por estos pagos hay muchas pilares y porque siempre lo hemos llamado así. En el otro lado del Atlántico, sin embargo, del Pilar saben poco, pero celebran el día en que se descubrió (que no encontró) América. Dependiendo del país, se le llama de una u otra forma. Los yanquis lo conocen como Día de Colón, los argentinos como Día de la Raza –hispana, se entiende–, y los venezolanos de Chávez como día de la resistencia indígena. Lo siento, pero esto último es tan ridículo que me niego a ponerlo en mayúsculas.
De una u otra manera, todos nos vemos ligados a este día tan señalado. ¿Significa esto que la Hispanidad es eso: Colón, las carabelas y el descubrimiento (o saqueo) de América? No. Si así fuese, sólo se celebraría en España, y los resistentes indígenas ya hubieran buscado otra fecha para reivindicar lo suyo. Si ni la religión ni la efeméride nos unen, ¿por qué todos hablamos bien o mal de la Hispanidad y nos reconocemos en ella aunque sea buscando eufemismos que la disfracen de otra cosa?
La razón es simple: la Hispanidad no es otra cosa que la españolidad, palabra que preferimos reservarnos los naturales de la madre patria para las cosas propias de nuestra península. Por españolidad hay que entender el idioma español. Punto. Eso es lo que, nos guste o no, compartimos en régimen de gananciales y nos condena a entendernos hasta en los insultos, o tal vez preferiblemente en los insultos. En todo lo demás somos distintos. Los 450 millones de hispano-hablantes nativos estamos repartidos por una treintena de países en los dos hemisferios, formamos un crisol de razas muy variopinto y ya ni siquiera el catolicismo nos define en lo referente a creencias religiosas.
Al cabo nos queda la lengua, que no es poco. Sólo existe una comunidad lingüística tan extendida por el planeta como la hispana: la anglófona, pero tiene menor número de hablantes nativos. Ellos, los australianos, los canadienses, los neozelandeses, a diferencia de nosotros, no se pasan la vida culpando a los ingleses de sus problemas de identidad, y asumen lo que son sin recurrir a las extravagancias que nos son tan caras a los hispanos.
A su peculiaridad lingüística la denominan Anglosphere (anglosfera), o, lo que es lo mismo, comunidad de países formados en torno a la lengua y la cultura inglesas. La Hispanidad vendría a ser lo mismo, pero con el español como eje vertebrador. Con una lengua viajan mucho más que los verbos, los sustantivos y los adjetivos. La lengua da forma al cerebro, a la manera de pensar, e imprime su sello particular a la sociedad.
Esta es la razón por la que tan pocos españoles emigraron a Estados Unidos hace un siglo, mientras los mostradores de la Isla de Ellis estaban abarrotados de italianos o irlandeses. O, mirándolo desde América, la razón por la que hay tan pocos ecuatorianos recién llegados en Alemania y tantos en España.
El idioma español es lo que marca la diferencia y lo que constituye la esencia de la Hispanidad. Sin él habría una fría y desapasionada conmemoración histórica, como aquella que marinos franceses, españoles e ingleses celebraron en la Bahía de Cádiz hace cinco años, con motivo del segundo centenario de la Batalla de Trafalgar. Una nadería sin importancia que no merecería medio desfile, ni cambiar el nombre de la festividad para echárselo al vecino en la cara.
El hecho de que ande el idioma de por medio implica que algo tenemos que ver los unos con los otros, y que nuestra Weltanschauung es, como mínimo, bastante parecida. Esto a los hispanos nos enerva mucho más que las pillerías de ciertos conquistadores en América, o el fatal desenlace de guerras de independencia que se enquistaron, como la de Cuba. Lingüística y culturalmente constituimos una nación, una muy grande, numerosa y repartida por medio mundo. Esto no significa de ningún modo que debamos construir sobre esa nación lingüística un súper Estado a imagen y semejanza del inmenso imperio ultramarino de los reyes de España. Nos haría más pobres y necesariamente más infelices. No es casualidad que muchos tiranos hispanoamericanos, empezando por Fidel Castro, lleven cincuenta años soñando con eso mismo.
¿Qué debemos hacer, entonces? Nada, simplemente vivir con ello sin avergonzarnos y sin inventarnos identidades que se amolden a tales o cuales complejos. La españolidad/hispanidad ha sido una consecuencia no deseada de una carambola histórica. Ni Colón, ni Cortés, ni Pizarro ni los misioneros del Paraná pensaron que esto iba a suceder. La Hispanidad está aquí, en este mismo texto, escrito en la lengua que le da nombre. Celebre entenderlo y formar parte de lo que significa.
Fernando Díaz Villanueva
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