Todos conocemos el poema de Antonio Machado: «Fue ayer: éramos casi adolescentes; era / con tiempo malo, encinta de lúgubres presagios, / cuando montar quisimos en pelo una quimera, / mientras la mar dormía, ahíta de naufragios».
Han pasado una guerra civil, dos dictaduras y una transición democrática, pero todos conocemos esas visiones de España, en los días que inaugura el desastre colonial de 1898: imágenes dolientes, agónicas, con el aire tétrico y melancólico de algunos cuadros de Regoyos. Todos recordamos los temblorosos interrogantes: ¿Qué pasa con España? ¿Va a sucumbir? ¿Doblará la cabeza como los frágiles barcos del almirante Cervera? ¿Hay una salvación? ¿Por qué, cuál fue su error, por qué caminos se ha llegado a este país de mentira, de infamia, de troteras y danzaderas?
Aunque esperada e inevitable, la crisis del 98 puso al descubierto las vergüenzas de la Restauración y promovió un examen de conciencia en torno a las desdichas de España, su esencia, la causa de sus males y las medicinas a tomar. Fue la hora punta del regeneracionismo, un tiempo de ruido, de furia, que golpeó la nave rota hasta el umbral de las entrañas, y donde cedió la herrumbre, empujó la voz para abrirse paso hacia otros horizontes. Fue una época de esplendor entre las ruinas del imperio, en la que el deseo de volver a nacer hermanó el llanto de Joaquín Costa con la preocupación pedagógica de la Institución Libre de Enseñanza y la Residencia de Estudiantes, la revolución desde arriba de Maura y Canalejas con el anhelo descentralizador de los catalanistas de Cambó, o el progresismo de Galdós y Clarín con la meditación pesimista de la generación del 98 y la juventud cosmopolita de los europeístas del 14.
Hoy, todos recordamos 1898 como la fecha fuerte del regeneracionismo y la meditación sobre España. Pero la mala conciencia del desastre no es una isla en nuestra historia. Más bien al contrario, es una reacción provechosa que venía de lejos e iba a lo lejos, una crisis de modernización de España, a la que ya habían intentado curar en el pasado los arbitristas del siglo XVII o los ilustrados del XVIII. Se trata de una historia que se repite periódicamente, la historia de los rebeldes con causa, de los españoles que deciden ser espejo implacable para sus compatriotas. Se trata de una línea de pensamiento crítico que empieza a despuntar cuando la figura victoriosa de Carlos V en los campos de Mühlberg se convierte en la dubitativa y temerosa de Felipe III en el Madrid de los pícaros y los soldados de fortuna. Y en la que participan desde conde-duques obsesionados con el prestigio de la monarquía o reyes cazadores que se dejan convencer por ministros soñadores hasta militares ilustrados como Cadalso y príncipes del Romanticismo como Larra.
Por supuesto, no todo son luces en esta historia. Hay personajes cuya naturaleza parece requerir una comedia de Lope de Vega, como algunos inventores de quimeras o curanderos de poco seso que se hacen pasar por geniales pensadores en el vasto laberinto de recámaras, pasillos y helados salones del palacio del Buen Retiro. «Todos sus remedios —nos dice Quevedo, que no podía ver a los arbitristas— son derribar una casa, porque no se cayera un rincón».
También hay regeneracionistas que acaban su empresa reformadora como los personajes de Samuel Beckett en Esperando a Godot. Así, por ejemplo, Azaña, que confiaba en que el Estado, educador a la francesa, extirpara de las modernas generaciones los malos humores y se pasó años enteros esperando a la sociedad adulta requerida para el cambio. Y otros que parecen pertenecer al espacio misterioso y despojado de la tragedia griega, la del poderoso que lo tiene todo y lo pierde todo, la de quien ha cometido el pecado de la soberbia o el extravío de la razón y ha de sufrir un castigo cruel. Piensen en el marqués de Esquilache. Pocos hombres tuvieron una influencia tan grande en la corte de Carlos III como este italiano que impulsó la libertad del comercio cerealístico o los primeros estudios de desamortización eclesiástica, y a quien años después del motín madrileño de 1776, años después de la oscura revuelta que provocó su ruina, los venecianos veían vagabundear por las calles y canales de la Serenísima, probablemente perdido en un monólogo sin sosiego que sólo interrumpió la muerte:
«Y yo, que he limpiado Madrid, he empedrado sus calles, he hecho paseos y otras obras... que merezco que me levanten una estatua, y en lugar de esto me han tratado tan indignamente...».
Se ha dicho que de todas las historias de la historia de España, la más triste es la de sus «regeneracionistas». No lo creo, porque, a pesar de los sucesivos fracasos y desventuras, ningún esfuerzo quedó olvidado del todo en la cuneta de la historia. Unas veces sobrevivió la grandeza del empeño. En otras ocasiones la tentativa de renovarse resultó fértil en secuelas favorables e inesperadas que tropezaron con mejor fortuna. Las brujas de Goya acabaron devorando los sueños de la razón ilustrada de Jovellanos, pero una parte del pensamiento político y económico del ministro de Carlos IV fue recogido más tarde por los liberales de la primera mitad del siglo XIX. Tampoco podemos ignorar que el ideal de los reformistas de 1914 encabezados por Ortega encontró satisfacción en el texto constitucional de 1978: un Estado descentralizado, sensible a la demanda democrática y atento a las peculiaridades de sus regiones.
Sin duda alguna, la democracia y el acceso del socialismo al poder mostraron al mundo una España renovada y europea, de vuelta al redil internacional por la puerta grande de la OTAN y de la Unión Europea. El problema es que, en el camino, olvidamos que el progreso y la prosperidad son plantas muy frágiles, trabajosamente cultivadas, crecidas en un ambiente siempre vulnerable ante el sectarismo, la intolerancia, el fanatismo, o sencillamente, la ceguera. Y más aún, hemos olvidado que un país moderno no es un regalo que una mano providencial nos alargue para que gocemos de sus ventajas. Por el contrario, es algo que no existe ni puede existir como no pugnemos enérgicamente para realizarlo.
Paradojas de la historia, después de las incertidumbres terribles de la transición y cinco presidentes de Gobierno, hemos terminado pareciéndonos al país que Machado llorara en sus versos: un país donde sólo es real la retórica petrificada que lo imagina, donde la izquierda vive ensimismada en el pasado y sólo entiende la historia en forma de publicidad sobre la supuesta grandeza moral de sus jefes, donde se nos ha repetido que gozábamos del mejor de los mundos posibles, que todos los problemas estaban resueltos o en vías de solución, que la prosperidad estaba esperándonos detrás de la puerta para darnos una felicidad sin fronteras, cuando en verdad nos estábamos precipitando por un abismo de ignorancia, corrupción, estancamiento y desempleo. Hay, eso sí, además de las obvias, una diferencia fulminante entre el país de Alfonso XIII y el de Zapatero. Aquél contaba con un tesoro del que hoy en día carecemos: una clase intelectual con una clara conciencia de su función rectora en la vanguardia de la sociedad, despierta y transparente, que se convirtió en el espejo y detonante de una España rejuvenecida, una España que quiso dejar en el puerto la galera de las ficciones políticas para navegar hacia los altos mares de la modernidad.
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