El fundador de la dinastía comunista norcoreana fue Kim Il-sung. Con la ayuda de la URSS, ocupó el poder en 1948, tras la II Guerra Mundial, y lo detentó hasta su muerte, en 1994, a los 82 años. Con bastante sentido de la realidad, el parlamento de su país lo llamaba "Presidente Eterno". En ese largo periodo hizo lo que le dio la gana, incluso invadir Corea del Sur, lo que le costó a las dos Coreas cientos de miles de muertos y una devastación infernal. |
Como parte del culto a la personalidad de que fue objeto, toda silla en la que colocaba sus egregias nalgas pasaba a formar parte de un museo que llevaba su nombre.
Antes de morir, Kim Il-sung tuvo la cortesía de dejar entronizado a su hijo Kim Jong-il, el Querido Líder de los norcoreanos, a quien enseñó todos los secretos del poder, menos cómo peinarse. El ejército, que es la institución más poderosa del país, aceptó al nuevo amo y señor y, desde mediados de la década de los noventa, este enigmático personaje, que parece una caricatura de sí mismo, ha gobernado con mano de hierro, al extremo de contemplar, impasible, cómo dos millones de compatriotas morían de hambre por culpa de sus estúpidas ideas colectivistas.
Como reporta la prensa, Kim Jong-il está gravemente enfermo y prepara a su hijo Kim Jong-un como sucesor. Este es un joven gordo y sonriente, con algo de glúteo en el rostro, al que ya han hecho general. Según los testimonios de algunos desertores, la razón por la que ha sido elegido es porque el muchacho, de 26 años, piensa y se comporta exactamente como su padre. (Dios o Confucio los coja confesados).
Hasta ahí la historia conocida. Lo interesante es preguntarse qué futuro tienen las dinastías comunistas, ahora que Raúl Castro, anciano de 79 años, heredero de Fidel (84), probablemente planea dejar a su hijo Alejandro al frente del manicomio cubano para cuando decida morirse.
Hay tres factores que explican ese extraño fenómeno. El primero es la inercia. Varias generaciones han obedecido al líder, y la veneración original se convierte en una mansa costumbre. La desaparición del caudillo no implica la desaparición de la costumbre de aplaudirle, aunque sea simbólicamente, por medio de su descendiente.
El segundo elemento es el miedo. Estos caudillos, más que queridos, son temidos, dada la infinita capacidad de hacer daño que poseen y utilizan arbitrariamente. Los herederos de los caudillos reciben, también, los instrumentos de terror forjados por sus padres. En Haití, en el siglo pasado, François Duvalier, Papa Doc, controló a sangre y fuego a sus compatriotas mediante los temibles Ton ton macoutes. En 1971, cuando el viejo Duvalier murió, su hijo Jean-Claude, de apenas 19 años, pese a ser medio idiota sujetó el poder hasta 1986 a base de palos y calabozo.
El tercer factor es la conveniencia de la clase dominante, ese anillo de poder que rodea al caudillo y que teme perder sus privilegios y hasta la vida misma si sobreviene un cambio radical. Ante esa posibilidad, sus operadores más prominentes optan por respaldar al heredero, aunque lo consideren un inepto. Sin embargo, el mecanismo es tan artificial, tan falso e injustificable, que acaba por descarrilar. A Baby Doc los militares, que habían sido sus cómplices, le sacaron un día del poder y acabó exiliado en Francia.
Me figuro que esa malsana relación de dependencia que los caudillos crean en sus subordinados se debilita con cada generación. Los fanáticos de Fidel ven a Raúl de otro modo y no pueden tomar en serio a Alejandro. Es muy posible que el último miembro de la dinastía fundada por Kim Il-sung sea su nieto Kim Jong-un. Las dinastías tradicionales se fundaban en un relato absurdo, pero legitimador: los monarcas y emperadores lo eran por la gracia de Dios. Por eso podían transmitir el poder a sus descendientes. Los comunistas lo están intentando, pero ese truco está condenado a frustrarse.
Carlos Alberto Montaner
http://revista.libertaddigital.com
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