El retrato más fiel de Mario Vargas Llosa lo escribió ayer en ABC su hijo Álvaro: arte sacerdotal. «La primera imagen que tengo del padre literario es la de su despacho en Barcelona. El despacho estaba en el mismo edificio donde vivíamos, dos pisos más arriba, y estaba terminantemente prohibido ingresar a ese santuario. Hasta que un día mi padre olvidó ponerle llave a la puerta y pude entrar sin ser visto. En ese instante, en lugar de hacer lo que verdaderamente quería —rebuscar entre los papeles y libros a ver qué cosas raras encontraba— sentí que había vulnerado algo muy privado y salí corriendo». El niño había descubierto lo esencial: que escribir es, en esencia, un ritual sagrado en el que peligra la vida del artista y no exclusivamente la soldada.
Ese es el drama, esa es la gloria, que distingue a los clásicos. García Márquez es un gran escritor. Vargas es el escritor que carga en cada línea con el deber moral de poner a salvo una tradición, de transmitir algo recibido: un clásico. Y claro que, en esa medida misma, Vargas Llosa entronca con el gran siglo XIX: la carga ética de escribir. La que todos los grandes de ese siglo han sentido un deber hacer suya. La evocada por Flaubert en carta a Louise Colet en 1846: «Procura trabajar todos los días, imponte una rutina, cumple con un horario. También yo cedí a la tentación de las noches en vela y, excepto agotamiento, nunca coseché nada. No cojas, pues, la pluma porque te sientas inspirada. Medita, lee, aquilata. El talento vendrá si logras coger el ritmo. Y no lo hará al galope, sino al paso». Lo cual consuma la reverencia iniciada por la más bella apología de la letra escrita, la que Maquiavelo traza en carta de 1513 a Francesco Vettori: «Cuando llega la noche, vuelvo a mi casa y entro en mi estudio; nada más entrar me despojo de la ropa de diario, llena de fango y de lodo, y me pongo los trajes de corte real y pontificia. Y así, vestido como conviene, penetro en las estancias de los hombres antiguos donde, amablemente recibido por ellos, reparo mis fuerzas con ese alimento que es sólo para mi y para el cual he nacido; no me da vergüenza hablar con ellos y preguntarles las razones de sus actos, y ellos, a causa de su modestia, me contestan. Durante cuatro horas no siento tedio alguno, olvido mis pesares, no temo a la pobreza, la muerte no me espanta; me convierto en ellos».
A veces, sólo a veces, el escritor logra trazar esa paciente cartografía del espíritu humano por la cual dice la Academia haber premiado a Vargas. Es la fuerza que un titán que cerró el siglo XIX invoca. El Victor Hugo que escribe a Napoleón: «Ante todo, señor Bonaparte, es necesario que se haga una ligera idea de qué es la conciencia humana. Existen dos cosas en el mundo —y le ruego que tome nota de estas novedades— que se llaman el bien y el mal. Es preciso revelarle a usted que el mentir no está bien, que traicionar está mal, y que asesinar es lo peor de todo. Le sería muy útil que alguien se lo recordara de tanto en tanto. Pero está prohibido... Sí, “monsegnieur”, está prohibido». Vargas Llosa no deja de repetirnos que todavía sigue estándolo. La cultura de verdad no se transmite sin esfuerzo: en la ficción se juega el envite ético de una realidad infame. A veces, ya se sabe, llegan cartas. Alguna, quizá, durmiera en el altar del Hacedor aquel día en que uno se asomó al tabernáculo.
Tomás Cuesta
www.abc.es
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