quarta-feira, 7 de julho de 2010

El plan que nos sacó de la miseria

Cuenta la leyenda que, a finales de 1958, el recién nombrado ministro de Economía fue llamado al Palacio de El Pardo para atender una consulta que Franco quería hacerle en privado. El ministro, Alberto Ullastres, madrileño, repeinado, miembro del Opus Dei y estudioso de la obra de Juan de Mariana –al que había dedicado su tesis doctoral–, se presentó cumplidor y de punta en blanco a la cita.


Al fondo del despacho, el Generalísimo, vestido de paisano detrás de la mesa, iluminada tan sólo por una lamparita, esa que nunca se apagaba, levantó la cabeza y le preguntó por qué España estaba a punto de presentar suspensión de pagos. Ullastres, que era hombre de mucha fe pero nada supersticioso se estiró ajustándose la corbata, miró al frente y le dijo:

Su Excelencia, nos quedan sólo 57 millones de dólares en reservas en el Banco de España, cuatro veces menos que hace tres años. La inflación está disparada y el coste de la vida se ha incrementado un 50% en los dos últimos años. El país produce poco y mal, y arrastramos un déficit comercial de casi 400 millones de dólares.

Franco, que de economía sabía lo poco que le habían contado sus ministros de Falange, los de la justicia social y la revolución pendiente, recordó a Ullastres que los españoles ganaban cada vez más porque el leal Girón de Velasco les subía continuamente el sueldo por decreto. Ullastres, lejos de arredrarse, replicó:

Esa es, precisamente, una de las causas de la inflación. Y no ganan cada vez más: en términos reales ganan mucho menos, porque el dinero pierde valor. Imprimimos mucho más dinero del que realmente tenemos. Nuestra economía está aislada del exterior, y regulada en exceso. El cambio de la peseta es artificial, y el gasto público está muy por encima de lo que podemos permitirnos. Nuestra renta per cápita es la más baja de Europa, sólo 300 dólares, y hace veinte años que terminó la guerra.

Su Excelencia, créame: si esto continua así, no sería de extrañar que resurjan las huelgas del 56, agravadas por la carestía de los artículos de primera necesidad y la falta de expectativas.

Entonces, prosigue la leyenda, algo se encendió en el cerebro de Franco, que, sin necesidad de levantarse, pero con mucha solemnidad, dijo:

Señor Ullastres: confío en usted. Haga lo que tenga que hacer; y hágalo cuanto antes.

Ullastres se reunió con su amigo Mariano Navarro Rubio, a la sazón ministro de Hacienda, y entre ambos diseñaron un plan completo para sacar a España del hoyo en el que dos décadas de socialismo, en su variante falangista, le habían metido. Franco, militar al fin y al cabo, quería resultados, y que todo fuese rápido. Como en casa no iban a tener apoyos –más bien todo lo contrario–, Ullastres y Navarro fueron a buscarlos fuera. La Organización Europea de Cooperación Económica, la OECE, les echó un cable en forma de un informe que fue ampliamente publicitado.

Los técnicos de la OECE desgranaban una a una todas las dolencias que padecía España, el único de los países de Europa Occidental que no había conseguido remontar el vuelo tras la posguerra. La autarquía franquista era un suicidio a cámara lenta que estaba llegando a su inevitable final. La economía, lastrada por la doctrina del nacional-sindicalismo, era improductiva, muy poco atractiva para los inversores, y se encontraba encorsetada por una legislación asfixiante. España y su fascismo de pandereta de los camisas azules iban directos al precipicio.

El informe fue publicado en mayo. Un mes después, la profecía que Ullastres había hecho ante el Caudillo empezó a hacerse realidad. El 18 de junio el Partido Comunista convocó una huelga general pacífica. Fue un completo fracaso, porque los comunistas tenían el predicamento que tenían, es decir, casi ninguno, pero el nerviosismo empezó a cundir en los ministerios. Tres semanas más tarde, Ullastres viajó a Washington para reunirse con el FMI y ultimar el plan. A su vuelta todo estaba listo para imprimir el mayor golpe de timón de toda la historia económica de España.

El 20 de julio Ullastres se presentó en las Cortes bien desayunado para defender su Plan Nacional de Estabilización Económica, frente a una bancada de camisas viejas, militares en la reserva, obispos eméritos y representantes del sindicato vertical y el tercio familiar. Las medidas que iba a tomar el Gobierno eran ocho, todas muy simples. La peseta sería convertible, los controles de precios serían levantados de inmediato, se eliminaría gran parte de los aranceles, se aprobarían leyes para favorecer la inversión extranjera, los tipos de interés subirían hasta ajustarse al tipo natural de preferencia temporal, se congelarían los salarios, el gasto público se detendría en seco y el Gobierno no podría ya pignorar ni un céntimo de deuda en el Banco de España.

Como aquello era una dictadura y se hacía lo que decía Franco, Ullastres salió con su plan aprobado. Al día siguiente se publicó en el BOE y se puso en marcha.

Los resultados fueron espectaculares. En sólo un año la inflación bajó del 12,6 al 2,4%, las reservas de divisas se multiplicaron por tres y se registró superávit en la balanza de pagos. En 1960 los turistas, atraídos por un sol y una playa especialmente económicos, empezaron a afluir masivamente. Las empresas europeas miraron por encima del Pirineo y, en lugar de ver un solar devastado por el socialismo azul mahón, vieron una tierra de promisión en la que instalarse con sus fábricas.

Diez años después, a España no la conocía ni el propio Franco. El hombre enfermo de Europa, ese romántico país del sur donde la gente se movía en burro y los jornaleros trabajaban de sol a sol por un plato de altramuces, se convirtió en la décima potencia industrial del mundo. Se había producido el milagro español, un periodo muy corto que, sin embargo, ha tenido gran trascendencia en nuestra historia reciente. Sin el Plan de Estabilización y todo lo que trajo consigo España sería hoy muy diferente, y necesariamente peor.

Nunca terminaremos de agradecer lo suficiente a Ullastres lo que hizo. Murió en el anonimato hace unos años, tras haberse convertido en uno de los mayores expertos de la Escuela de Salamanca. Lógico. De casta le venía al galgo.

Fernando Díaz-Villanueva


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http://historia.libertaddigital.com

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