Hace treinta años, el entonces entrenador del Real Madrid, Vujadin Boskov, acuñó una frase que adquiere hoy el valor de las sentencias de Confucio, la gracia de los dichos de Bernard Shaw, la riqueza metafórica de una greguería y la rotundidez de la verdad absoluta: «Fútbol es fútbol». Podría parecer un dicho elemental y hasta pueril; pero, si se profundiza en su sentido, Sócrates, Platón y Aristóteles, los tres juntos, pueden a equipararse con los integrantes del «Trío los Pachos» y Kierkegeard, Husserl, Unamuno, Heidegger y Sartre con la alineación de un equipo de baloncesto. Algo tan poderoso y benéfico que, si esta noche la selección española consigue la Copa del Mundo, buena parte de nuestros grandes problemas colectivos rebajarán su intensidad, el paro dejará de ser un drama, Zapatero nos resultará veraz y Rajoy, diligente. Incluso la plañidera procesión nacionalista que ayer encabezó José Montilla en Barcelona —el Estado contra el Estado — nos parecerá una parodia propia de «La Cubana», algo así como Cómeme el coco, negro, pero sin ritmo y con tenora.
Incluso quienes no sentimos la atracción por tan singular espectáculo y malcomprendemos la pasión semanal de los forofos crónicos, en ocasiones como la presente somos arrastrados por la pulsión de lo verdaderamente épico. Un poeta de guardia tendría que haber compuesto ya la Cançó de Puyol, al modo y manera de la Chanson de Roland, y Vicente del Bosque exige un Cantar del Mío Cidque perpetúe su gesta para que las generaciones venideras sientan el orgullo de la victoria. Lo es el hecho de llegar a la final del campeonato por vez primera en los ochenta años que lleva disputándose tan singular acontecimiento de apariencia deportiva, sustancia patriótica, trascendencia psicológica y efectos liberadores de penas y complejos.
Si la Roja consigue superar a la selección holandesa, con lo que ello arrastra de evocación imperial, ésta será la más grande ocasión que vieron los tiempos y no, como señaló Miguel de Cervantes, la Batalla de Lepanto. Ahí está el encanto del fútbol para quienes no sabemos apreciar su encanto. Jaime Campmany, que escribió las crónicas futbolísticas más literariamente brillantes que recuerdo, solía establecer paralelismos entre los partidos definitivos y las grandes batallas de la Historia o los mayores hitos de la Humanidad. A él le hubiera encantado escribir la de esta noche y por ello, en su memoria, ofrezco el trueque de los turcos otomanos por los, salvo en el fútbol, adorables ciudadanos de la reina Beatriz, sutiles cultivadores de tulipanes y rotundos fabricantes de queso de bola.
M. Martín Ferrand
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