Para quienes venimos del 68, homo o hetero-sexualidad son anécdotas triviales. Pasajeras o bien perennes investiduras del deseo, el cual es, según enseñan los grandes maestros del siglo XVII, la única esencia de la subjetividad humana. Deseamos. A eso se reduce todo. Sin deseo, estaríamos muertos. Que lo deseado sea una u otra cosa, material, anímica o mediopensionista, carece de relevancia. Cada uno de nosotros se las va apañando, desde pequeñito, para poner a su deseo en una correlación de coste y beneficio favorable. Acota, para ello. Limita. Exactamente igual que hace en cualquier otra faceta de la vida. Renuncia a lo que le parece arrastrar coste excesivo, busca automatizar los procedimientos más gratos a un precio aceptable. A esa economía de los placeres encomendaba el tan ascético Epicuro la racional regulación de una ética de hombre libre. Veinticinco siglos después, no es tan distinto.
La pulsión de identidad mata. Porque allá donde todo bicho humano se sabe en el reinicio a cada instante de su vida (eso es lo que llamamos, en rigor, ser libre), el idéntico actúa sólo como siervo de la máscara con la cual aceptó identificarse y, así, ser identificado. Es decir, que no actúa: deviene el intérprete de un papel al cual debe en todo momento ajustarse. Repite. Que ese papel sea el de hetero, homo, harekrishna o sindicalista heroico, da lo mismo. En lo idéntico, ya nadie es más que lo que la regla del juego aceptado impone que sea. Sobre esa identidad pasan, de inmediato, a superponerse los blindajes litúrgicos, hechos de intangible repetición y de bien reconocible revestidura: los lugares y gestos compartidos y, a fuerza de compartidos, trocados en uso sagrado. Viene de ello la fuerza, tan gratificante, de aquellos que se reconocen en uniforme y culto, la fuerza del grupo cerrado con código propio. Pero también sus costes de rechazo a lo otro y, en el límite, de ghettoautosatisfecho. Las sectas son la forma extrema de esa perversión de lo comunitario. Pero, en distintas medidas, nos amenaza a todos. Aquel que se siente pleno al pronunciar un enunciado del tipo «yo soy tal cosa», empieza ya a serlo: cosa. Nada aniquila más la libertad que eso.
Desfilaron el sábado, no los homosexuales, los gays: porque parece suponerse que un no «risueño» no merece el orgullo de ser idéntico a los de las carrozas. Tampoco, un judío. Aunque Israel sea el único país del Cercano Oriente en el cual ser homosexual no lleva a presidio o muerte. Ni judíos ni melancólicos merecen oficiar la liturgia que da escena al pintoresco código de Aído y de Zerolo. La verdad es que pocas tan ofensivas para la homosexualidad conozco cuanto esos cursis carnavales que se dan a sí mismo nombre de «Desfile del orgullo gay», y que, al cabo, sirven sólo para que una mafia, siempre al abrigo de un poder político corrupto, medre a costa de quienes con ingenuidad piensan estar trayendo algo de libertad y que no hacen, en realidad, más que perpetuar el tópico, cerrar herméticamente identidades sexuales en torno a folklorismos horteras, repetir los lugares comunes más restrictivos y, de paso, hacerle el caldo gordo a lo peor: el antisemitismo de, por ejemplo, un Moratinos. O bien de un Zapatero.
Gabriel Albiac
www.abc.es
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