Entre las muchas singularidades del Festival de Lucerna 2010 no hay duda de que la vuelta al trabajo de Claudio Abbado es una de las más reconfortantes. Hace algunos meses que el director italiano tuvo que retirarse a descansar, aunque lo hizo con el calendario ajustado para que Lucerna continuara siendo la cita de todos los años. Así ha sido, especialmente desde 2003 cuando, en compañía del director artístico de evento, Michael Haefliger, fundó la Lucerne Festival Orchestra. En ella participan solistas de prestigio (Korja Blacher, Wolfram Christ, Natalia Gutman, Sabine Meyer…), músicos de la Mahler Chamber Orchestra y, entre todos ellos, algunos españoles, gente joven. La razón que les une a todos es el trabajo en común con el director italiano y el convencimiento de que junto a él se logra una manera muy especial de entender la música. En esta edición del Festival, Abbado dirigió «Fidelio», de Beethoven, en versión concertante y acaba de interpretar la Novena Sinfonía de Mahler a punto de concluir el ciclo sinfónico mahleriano que, poco a poco, ha ido presentando y grabando en Lucerna, en lo que ya es un legado de referencia sobre esta música.
Quienes conozcan las grabaciones o aquellos que sigan los conciertos a través de las transmisiones televisivas en Arte saben de lo que se habla. O al menos intuyen todo aquello que el público de Lucerna vive en directo. En la crónica de la Novena Sinfonía de este año ya constan los tres intensísimos minutos de silencio que se escucharon tras la segunda interpretación de la obra y los quince de aplausos propiciados por un público conmocionado que obligó al maestro a volver al escenario cuando este ya estaba vacío. Las anécdotas personales son muchísimas, la narración que cada cual hacía tras el concierto algo digno de escucharse... Todos de acuerdo en señalar que Abbado había conseguido un milagro muy difícil de poder volver a revivir.
Por supuesto que lo logrado tiene contornos particulares que se deben a la entrega absoluta de una orquesta de extrema calidad y que se adorna con una colocación de cierto regusto cinematográfico, los últimos atriles muy elevados, todos vencidos sobre el director mientras la sutil iluminación de la sala se atenúa ligeramente al final. Y sobrevolando ese escenario el mensaje de despedida de una partitura convertida en una callada y profunda reflexión. El sonido redondo, cuidado, sin aristas, de impecable afinación, siempre minucioso y perfectamente trenzado. Con Abbado se han escuchado pianísimos inaudibles que llevan a la obra a nacer de la nada y a morir en un eterno susurro, fuertes redondos e intensos. Músicas limítrofes como esta siempre admiten dos lecturas contrapuestas: desde el presente resaltando los perfiles radicales, novedosos, convirtiéndola en una expresionista disposición de colores, tal y como la puede entender Pierre Boulez, otro protagonista de Lucerna del que también se hablará, y desde el pasado, como conclusión melancólica de una vida. Esta es la posición de Abbado y de ahí el tempocontenido que alarga la obra a la hora y media de duración para transformarla en una forma de meditación, en una fusión de timbres que se entrelazan entre los instrumentos prolongando las voces, que superpone los planos con minuciosa artesanía y eleva el discurso sin aparente esfuerzo a partir del gesto concentrado del maestro.
A lo largo del tiempo son muchas las experiencias musicales que se llegan a vivir. En un festival como el de Lucerna hay aficionados que las acumulan a cientos. Este año, y así lo cuentan, la versión de Abbado ha dejado una huella indeleble. La Lucerne Festival Orchestra y Claudio Abbado interpretarán la novena sinfonía de Mahler, el 17 y 18 de octubre en Madrid dentro del ciclo de Ibermúsica.
Alberto González Lapuente
www.abc.es
Nenhum comentário:
Postar um comentário