Dada su mixtura de cordialidad y talento, no me extraña que mi querido colega Graciano García, factótum de la Fundación Príncipe de Asturias, haya convencido al centenario Niemeyer para que le regale a Avilés un Centro Cultural que opacará al Guggenheim de Bilbao, porque la arquitectura del brasileño provoca convulsiones estéticas, funcionales y anímicas. Río de Janeiro perdió la capitalidad de Brasil a favor del sueño de Brasilia, una ciudad artificial comunicada por tierra con la autopista Transamazónica, más conocida como «Transamargura», roída en cada trecho por la selva. Se quería hacer penetrar ese gran y extenso país en la Amazonia pero todo ha quedado en una ciudad de funcionarios neuróticos, divorciados y con la pesadilla del aire acondicionado. Nunca censuraré la infinita lealtad de Niemeyer al Partido Comunista; sus edificios emblemáticos tienen de agradable que reproducen las curvas femeninas, están abiertos al pueblo ( en el edificio del Congreso entras como en un cine y te sientas en el primer sillón libre ), y de perversa, la planificación soviética que él la ha disfrazado de racionalismo. Para comprar una aspirina debes ir al «barrio de las farmacias», como también tienen un distrito de hoteles, embajadas, copas, restaurantes, funcionarios y hasta de putas. Brasilia posee más índice de divorcios que Las Vegas y la mayoría de sus habitantes viven esperando el viernes para volar a Río o a Sao Paulo y regresar los martes. Ni navegando por el Amazonas me he sentido tan despistado como en esta capital, en forma de avión, que consigue combinar la gracilidad del Gran Niemeyer con la arquitectura de colmena de los extrarradios franquistas. Pese a la buena voluntad del hacedor de Brasilia, en mi último viaje ya le han empezado a crecer favelas junto al Lago de los Cocodrilos. Pero muy bien por Avilés, periciclitado porque industrial, pintado de amarillo grúa, que se merece poseer un Niemeyer. Sólo uno.
Martín Prieto
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