Con el inicio de la retirada de las tropas norteamericanas el pasado 18 de agosto, Obama ha seguido el programa diseñado por la administración Bush. Por cumplir con lo simbólico, ha adelantado la salida en dos semanas. El gesto es consistente con una de las posibles definiciones de lo ocurrido allí, aquella justamente que planteó la lucha contra el terrorismo como una cuestión bélica. En realidad, la guerra empezó el 20 de marzo de 2003, con la invasión de Irak por los ejércitos británico y norteamericano, y terminó con la caída de Bagdad y el derribo simbólico de la estatua de Sadam Hussein. Bush hizo bien en celebrar la victoria en el portaaviones USS Lincoln, y Aznar siempre ha argumentado, con razón, que las tropas españolas no participaron en aquella guerra, como sí que participaron, en cambio, en la Guerra del Golfo de 1991.
Las ambigüedades empezaron después, cuando los aliados y las fuerzas políticas iraquíes intentaron consolidar una situación que permitiera la transición a un régimen mínimamente civilizado. En vista de la furibunda reacción terrorista, esa transición requería un aumento de tropas que la administración Bush, habiendo decretado el fin de la guerra, no quería conceder. Fue la puesta en marcha de esta nueva estrategia la que permite ahora al Ejército norteamericano salir de Irak y la que permite hablar del fin de la guerra, como si éste hubiera llegado ahora, a mediados de agosto de 2010, y no en abril de 2003.
La nueva estrategia puesta en marcha con el nombre de «surge» a principios del año 2007 no era sólo una acción bélica. Se trataba de una estrategia global que incluye, además del despliegue de un número considerable de tropas, acciones de ayuda, formación, educación, espionaje y propaganda destinadas a atraer a la población civil al nuevo régimen. Aunque con más dificultades aún, es lo que los aliados están haciendo en Afganistán.
Así pues, habría que hablar de una ocupación del territorio destinada a implantar un nuevo régimen que a su vez sea una alternativa creíble a los regímenes corruptos y dictatoriales como el de Sadam Hussein y a los regímenes terroristas como los de los talibán. Ni es sólo una guerra (ni esa guerra tiene las características de las guerras clásicas), ni se puede plantear como una cuestión exclusivamente humanitaria o política, que pudiera ofrecer de inmediato una solución estable.
En vez de guerra, tal vez habría sido conveniente hablar desde el principio de esa otra clase de acción, que requiere un compromiso a muy largo plazo de los países con regímenes liberales. No es una situación nueva del todo. Más aún, existen multitud de precedentes. Ahora ya es tarde. El tiempo dirá si se ha hecho bien en salir de Irak o si todo lo conseguido hasta ahora se desplomará. En este caso volverán la violencia y los ataques, y no sólo allí: todos, incluido Obama, pagaremos caro el gesto. Por ahora, la opinión árabe y musulmana ha comprendido que ésa no era, efectivamente, nuestra guerra.
José María Marco
www.larazon.es
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