Cuando se inventó, la televisión salvó al cine. Había que rellenar aquella caja vacía e insaciable con horas y horas de entretenimiento y ahí estaba la industria cinematográfica para alimentar al bebé televisivo, un auténtico tragoncete, un mamoncete sin límite. Gracias al estómago sin fondo de la televisión se salvaron muchísimas películas antiguas que empezaban a descomponerse debido a su frágil e inestable composición química. |
En la actualidad la industria cinematográfica estaba dando palos de ciego ante el desafío tecnológico que significa la irrupción de Internet. La red digital se ha transformado en una gigantesca red social en la que el intercambio de archivos conteniendo música, libros o películas se ha convertido tanto en un hecho como en un derecho: el derecho a la solidaridad cultural, es decir, a la puesta en común entre los ciudadanos digitales de todo el contenido cultural para su disfrute y aprovechamiento universal.
Hay dos indicios que apuntalan la emergencia del derecho a la solidaridad cultural. Por un lado, el trabajo ímprobo, gigantesco, anónimo, sin afán de lucro, por el que determinados individuos ponen a disposición de la comunidad global, de manera completamente gratuita, los subtítulos necesarios para poder consumir las películas y series realizadas en otros idiomas. Por otro lado, en España la Fiscalía General del Estado ha dejado claro, en la circular 1/2006, que cuando se realiza sin ánimo de lucro el intercambio de archivos por Internet –sean películas, libros o canciones– es perfectamente legal, asimilable al intercambio entre particulares de dichos productos culturales en formato físico.
A la industria cinematográfica –como a la musical o la libresca– le ha sucedido lo mismo que a los periodistas de la Cadena Ser que se han ido a la Cope, según los dirigentes de la primera, "porque no han estado a la altura del cambio de los tiempos y del paradigma de negocio que la era digital demandaba" (sic). Y es que frente a la libertad de uso y la apertura de fronteras espaciales y temporales que Internet incentiva, los empresarios culturales siguen aferrados a un modelo de negocio cerrado y jerárquico en el que imponen a sus clientes, a los que tratan como súbditos, qué deben ver, leer o escuchar, cuándo y en qué formato.
Sin embargo, poco a poco, los viejos dinosaurios de las compañías cinematográficas, musicales y literarias se están enterando –a la fuerza ahorcan– de cómo hacer negocio en Internet. El que les enseñó el camino fue, claro, el más portentoso empresario de la era digital, el fabuloso, prometeico y schumpeteriano Steve Jobs (iGod (iDios) para los amigos sarcásticos como Daniel Rodríguez Herrera) que con su tienda iTunes les hizo ver a la industria de la musica que la unidad de valor musical ya no es el disco sino la canción y que el amo y señor de la jerarquía musical es el cliente que elige sus cortes favoritos. El siguiente paso en la revolución del concepto de negocio en la red musical fue Spotify, la compañía que apostó por la "nube" de Internet como disco duro virtual en el que estuviese disponible un almacén de canciones con vocación de infinito y más allá, en el que encontrar desde canciones del divino y asesino musico renacentista Carlo Gesualdo hasta el último éxito recién cocinado del rapero Eminem. Todo ello asociado a una tarifa plana con la que poder escuchar online, y descargarse offline, toda la música del mundo.
Por ejemplo, Filmin, una web española que apuesta por el visionado directamente en Internet y en tiempo real, lo que se conoce como "streaming". Para lo que proponen o bien una tarifa por película –que supone entre dos o tres euros– o bien una tarifa plana –15 euros mensual o 30 trimestral– para poder visionar las cerca de cuatrocientas películas que actualmente tienen en catálogo y que resulta especialmente interesante para los aficionados al tipo de cine que difícilmente se puede ver en las típicas salas cinematográficas, excesivamente condicionadas por los contratos leoninos de las grandes productoras norteamericanas y los gustos convencionales de un público con poca cultura cinematográfica.
Este es un servicio perfecto para el aficionado cinematográfico que puede disfrutar de una película en cualquier momento, en cualquier país, con una alta calidad, a un precio razonable (salvo para los cutres abonados al dogma del "gratis total" a cualquier precio) y en multitud de dispositivos, desde el ordenador al iPhone o el iPad (no es por casualidad que Jobs haya apostado por este dispositivo, al que se ha criticado su pasividad frente al notebook pero que resulta ideal precisamente para el consumo cultural, tanto de periódicos, libros, música y, por supuesto, películas)
Otras webs especializadas como videoclubs online son Cineclick, Filmotech, Facilvision. O la cadena de televisión por Internet, Adnstream, que a cambio de publicidad pone un gran catálogo de todo tipo de contenido audiovisual a disposición del internauta.
Algunas grandes compañías ya se han dado cuenta, como Sony que ha llevado a cabo el servicio Mubi, un Festival de Cine sin fin, que permite ver películas en streaming a un precio que ronda los tres euros por película y los doce para una tarifa plana mensual, en una oferta cinematográfica que está comprometida con la calidad en la doble vertiente de la imagen y la atención que presta al cine de autor. Hay vida para el cine más allá de los cines.
Santiago Navajas
http://agosto.libertaddigital.com
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