Cuando el presidente de la República Bolivariana de Venezuela, Hugo Chávez Frías, se quita la camisa roja y se pone el uniforme militar, lo que quiere transmitir a todo el mundo (en riguroso y obligatorio directo en su programa de reminiscencias castristas «Aló, presidente») es que la cosa va en serio. Tan en serio que siempre se sabe cuándo empieza, pero pocas cuándo termina. O qué propiedades van a cambiar de dueño en su transcurso, según su ciclotímica, instantánea y estatalizadora voluntad, que llega a lo patético cuando nacionaliza lo que ya pertenecía al Estado. O a qué asunto dedicará su atención particular, tras los debidos insultos a la oposición «escuálida» y al ente polisémico que denomina «imperio»: señoras con problemas de infertilidad curadas de milagro con la medicina socialista, plantas eléctricas que hacen la luz en un arrabal donde había tinieblas o educación para los «niños de la patria», la nueva especie, suponemos, de boli-venezolanos del futuro, todos con camisa roja.
En la autodenominada «bitácora revolucionaria» puesta en marcha por Chávez hace once años destaca el programa 295, dedicado el 22 de septiembre de 2007 a la «revolución petroquímica», que duró 8 horas y 7 minutos, aunque tampoco estuvo mal el 289 de aquel octavo año triunfal, un mes antes, con 7 horas y 41 minutos. Éste tuvo invitadas especiales, la escritora mexicana que acababa de premiar Elena Poniatowska y la senadora colombiana Piedad Córdoba, interlocutora privilegiada en los intentos de canje humanitario de secuestrados por la narcoguerrilla colombiana de las FARC, algunos de ellos felizmente liberados, aunque muchos más libres gracias a las acciones armadas del sacrificado, valeroso (y por fin eficaz) ejército colombiano.
Por supuesto, en la medida en que Chávez amaga con amenazas militaristas hacia Colombia cuando se acercan elecciones, o simplemente quiere acaparar portadas, resulta fundamental subrayar que ha sido el intervencionismo chavista el que, como en otros países iberoamericanos donde le han dejado o ha tenido oportunidades, ha actuado en la reciente política colombiana. La existencia de una frontera de 2.216 kilómetros entre Colombia y Venezuela, que va de la península de la Guajira, en el norte, a la populosa región andina, los Llanos del Orinoco y la selva amazónica, dista de facilitar el control territorial. Desde hace siglos diferentes grupos de población se han movido en esta frontera porosa (todavía discutida en el Caribe) o han hecho de ella la razón de sus negocios y supervivencia. Los indígenas del duro desierto de la Guajira circulan por ella como la tierra que en verdad les pertenece, y en Maracaibo, la segunda ciudad venezolana, o en las colombianas Barranquilla y Cartagena, la idea de pertenencia a una regionalidad caribeña conforma la fuerte identidad local, hostil a la prepotencia lejana de Caracas y Bogotá. Hacia el sur, entre el departamento colombiano del Norte de Santander y el estado venezolano del Táchira, con capitales en Cúcuta y San Cristóbal, lo que se configura es una integración transfronteriza que ha beneficiado a tres millones de habitantes, hasta que el oportunismo chavista la ha puesto en peligro.
Lejos de proteger los intereses nacionales venezolanos, las amenazas de Chávez y su ejército bien armado por los rusos y poblado de asesores cubanos (en 2007 impusieron el tenebroso lema castrista «Patria o muerte, venceremos») constituyen la negación de una tradición de buena vecindad, saturada como corresponde de tópicos y lugares comunes. Desde la primera década del siglo XX, la extraordinaria riqueza petrolera impulsó una importante emigración colombiana a la «Venezuela saudita», que miró hacia su vecino «pobre» con una mezcla de paternalismo y desdén. En sentido contrario, como había ocurrido desde los tiempos de Bolívar, el estereotipo del venezolano en Colombia fue el del nuevo rico, ignorante, rentista y vago. En los años setenta, cuando las caraqueñas tomaban vuelos chárter para ir a Miami a hacer la compra («mayameras»), los colombianos se consolaban con el tópico decimonónico según el cual Caracas era un cuartel, Bogotá una universidad y Quito un convento.
Es importante recordar que a pesar de que Venezuela tuvo una corta experiencia de guerrilla según el plan castrista y guevarista del foquismo y la plantación de «muchos Vietnam» en Iberoamérica, el potente petroestado venezolano, clientelar y bien armado, liquidó el intento sin mayores dificultades. No ocurrió así en Colombia, donde un Estado débil, que no había conseguido recuperar el control del territorio tras la aparición de guerrillas liberales rurales en la década de 1950, tuvo que asistir inerme a la fundación de las FARC, de tendencia marxista-leninista, en 1964, por el sanguinario Manuel Marulanda («Tirofijo»), hoy reverenciado por los radicales chavistas, y a la aparición de otras guerrillas, como el ELN (mandada largo tiempo por el aragonés «cura Pérez», excomulgado por la Iglesia católica y muerto en la montaña en 1998). De ese modo, un Estado débil y un ejército insuficiente en armamento y pie de tropa, disperso en una complicada geografía tropical como la colombiana, no lograron controlar las guerrillas antes de la aparición del narcotráfico, durante la década de 1980. Éste ofreció, sobre todo a las FARC, una oportunidad «empresarial» que determinó la estabilización relativa de la lucha por el territorio, hasta que la política de «Seguridad democrática» uribista dio por sentado que su control y la presencia del Estado hasta la última aldea constituían la expresión primordial de su existencia.
Algunos de los recientes logros colombianos en la lucha contra las FARC, más allá de su potencial capacidad de asesinar inocentes en las selvas o en algunas ciudades y en especial en Bogotá (asunto que dio origen a la «colaboración técnica» de los etarras), son en la actualidad puestos en juego por Chávez, en la medida en que su geopolítica considera la democracia colombiana tanto una entidad «oligárquica» como un peón de Estados Unidos. Contra su pretensión de lograr el control de otros países del hemisferio mediante alianzas económicas, militares y energéticas, Colombia —que produce cantidades cada vez mayores de petróleo— ha resistido sus acometidas entre la preocupación y el aislamiento, pues incluso Brasil parece tolerar sus excesos. Llevado por el delirio de la influencia propio del dirigente de un petroestado, el populista caudillo venezolano calcula con su mentalidad de llanero que va a mantener el control de la frontera y de los narcoterroristas. Semejante error puede convertir a Venezuela en un narcoestado, pues ya se sabe que ni siquiera en Caracas, con sus centenares de muertos en episodios violentos cada fin de semana, mantiene el control del orden público. No es de extrañar que el presidente colombiano, Santos, haya inaugurado mandato con preocupaciones a costa de un vecino tan distinto como distante.
MANUEL LUCENA GIRALDO (INVESTIGADOR CIENTÍFICO DEL CSIC)
www.abc.es
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