La política suele ser una mezcla hedionda de cobardía, complicidades y secretos a partes iguales. Eso fue toda la vida de tipos como Talleyrand o como Fouché. Eso era el apaciguamiento antes de la Segunda Guerra Mundial. El apaciguamiento se acabó cuando Churchill, que no hacía política sino historia, logró imponer las tesis que había sostenido desde 1912 respecto de Alemania. |
Niveles de infamia como los alcanzados en la política española actual, sin embargo, son escasos si no media una guerra. Resulta que Marruecos, la casa real de un reino empresa, montó unas algaradas en la frontera con Melilla, a la vez que, como cada verano, enviaba la escuadra de pateras cuya acogida y mantenimiento, por raro que suene, no figura en las partidas del presupuesto del Estado. La Policía Nacional y la Guardia Civil fueron vejadas, sobre todo las mujeres que revistan en esos cuerpos, sin que el gobierno dijera esta boca es mía.
Parece ser que el rey llamó a su par magrebí, lo cual está muy bien pero al parecer sirvió de poco: el plan era preciso y se llevó a cabo en las fechas previstas, porque las provocaciones no pueden ser eternas y, por otra parte, sólo sirven como porciones de un proyecto a largo plazo —o mediano, en términos de tiempo histórico— como es el de la apropiación de las ciudades españolas de Cauta y Melilla por el que —justamente por ellas—resulta ser nuestro país limítrofe en África desde que entregamos el Sáhara a su pobre destino después de otra algarada, más numerosa, que se llamó Marcha Verde, cuando el rey no reinaba pero Franco ya no podía mandar, de modo que las responsabilidades quedaron en agua de borrajas.
El único que se presentó allí, porque es hombre más próximo a la historia que a la política —y lo es cada día más— y porque es valiente como pocos —lo sabemos bien desde el atentado de ETA contra su persona—, fue José María Aznar, con su calma de siempre, sólo para dejar en evidencia, sin necesidad de una palabra, a los que ocupan Moncloa y aledaños. Una visita que cualquier ciudadano español podía haber hecho, empezando por Mariano Rajoy y terminando por Rosa Díez. Excluyo de la nómina a los nacionalistas periféricos que, por muy hombres de Estado que se consideren —caso Durán y Lleida—, tienen la soberanía española como enemiga.
¿Y qué pasó con el ministro de Exteriores? Que estaba veraneando en Francia.
Como yo pienso que los atentados terroristas del 11-M, que sirvieron para desalojar a Aznar del poder y colocar en su puesto al Pequeño Timonel, no se hubiesen podido llevar a cabo sin la complicidad —por acción u omisión—, entre otros elementos, de los servicios de inteligencia franceses y marroquíes, no me sorprendo en absoluto de lo sucedido. Lo pienso y tengo derecho a decirlo, aunque carezca de pruebas, porque así me lo indica la lógica histórica y porque las pruebas del caso se las ha llevado el viento. Tampoco tengo pruebas de la colaboración de ETA, pero la experiencia del conjunto de las organizaciones terroristas dice que ninguna actúa sin el concurso de otra con infraestructura local.
Marruecos tiene con Francia una relación de dependencia mutua muy estrecha, sobre todo porque Argelia es desde hace mucho una nación y no resulta, por tanto, expropiable. Una relación de mayor dependencia aún de la que tiene con los Estados Unidos. Y da la casualidad de que nuestro gobierno actual tiene una grave relación de dependencia del eje franco-alemán. No olvidemos Suresnes, ni la forma en que la socialdemocracia alemana, con la contribución del entonces ascendente refundador del PSF, François Mitterrand, aupó a Felipe González al poder del aparato del PSOE y desalojó a la vieja guardia, de la que apenas quedó la presencia simbólica de Rubial. Ésas son deudas que jamás se acaban de pagar, ni con la mal llamada reconversión industrial, ni con la liquidación de gran parte de la España agrícola.
Cuando en 2001, siendo jefe de la oposición, Zapatero visitó al rey Mohamed VI, se dejó fotografiar con él delante de un mapa de Marruecos en el que visiblemente el monarca anfitrión atribuía a su reino Ceuta, Melilla y Canarias. No sé si fue por inexperiencia, porque no vio el mapa, porque no supo leerlo o porque no le pareció mal el asunto, quedó así retratado para la historia. Con el socialismo español en el gobierno ganaron peso en la diplomacia detrás de Moratinos, el amigo fiel del terrorista Arafat, personas como el embajador Máximo Cajal, representante personal de Zapatero en la alianza de civilizaciones y partidario explícito de la entrega de Ceuta y Melilla a Marruecos. Tal vez por todo eso el PSOE intentó fusionarse en Ceuta con la Unión Democrática Ceutí, partido musulmán y promarroquí, para intentar desbancar al PP del gobierno. En Melilla, el PSOE mantiene excelentes relaciones con Mustafá Aberchán, de Unión por Melilla, también musulmán y promarroquí.
Y sospecho que no es casual que Felipe González se haya hecho construir su casa, la principal, en Marruecos, naturalmente en una zona reservada a los poderosos y especialmente custodiada, como contó su arquitecto.
Hay en la izquierda española en general (las propuestas de fusión con los partidos musulmanes locales las ha hecho también IU), y en la mayor parte de la europea, una tendencia a abdicar de soberanía en favor de Marruecos, que es una dictadura de la peor estofa: Hassan II transmitía fusilamientos por televisión y, aunque guarde mejor las formas, su hijo no es mejor. Hay presos políticos que ni siquiera se mencionan en la prensa española, torturas y persecuciones, y el aparato de Estado es férreo. Tengo muy presente que cuando un ministro de Exteriores español, Josep Piqué, se permitió ser crítico con Marruecos en una entrevista, la edición de El Mundo que la contenía fue secuestrada en Rabat y jamás llegó a circular un ejemplar.
Ningún otro país fue más hostil a los gobiernos de Aznar, en los que la cuestión de la soberanía siempre fue asunto principal aunque fracasara en Gibraltar, que Marruecos. Una razón más para pensar en la contribución de sus servicios de inteligencia —repito: por acción y omisión— a los atentados del 11-M. La verdad es que ningún país europeo, tal vez con la excepción del británico, quería que en 2004 el PP ganara las elecciones. Ni siquiera los poderes permanentes en la política española: Juan Carlos I se había llevado infinitamente mejor con González que con Aznar y, como los demás, desconocía a Zapatero.
Y ahora va Aznar y se planta en Melilla, para disgusto de propios y ajenos. La idea de que el viaje a la ciudad autónoma de González Pons fuera preparatoria de su visita es falsa. La dirección del PP no tuvo más remedio que aceptar el hecho consumado y las declaraciones de Cospedal fueron improvisadas. Sobre todo, porque es evidente que quien debería haber ido en los días de la crisis era Rajoy, a la sazón de vacaciones, como es sabido.
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