Cuando nació mi hija, unos amigos que tenían una academia de idiomas junto a la Ciudad Universitaria se ofrecieron a alquilarme un aula para que diera clases de lo que me pareciera, a fin de ganar unas pesetas. Decidí darlas de Lectura Rápida. |
Había seguido un curso con un profesor argentino, llamado García Carbonell, y después había estudiado otros métodos, incluyendo alguno que hablaba de leer a velocidad tan prodigiosa que en cuestión de un par de horas podía uno trasegarse el Quijote y guardarlo en la memoria con todos sus detalles. Supongo que si ello fuera cierto, se enseñaría a leer así en todas partes. Desde luego, hay gente con un don especial, capaz de leer y retener a velocidades muy altas –creo que Fraga Iribarne es uno de esos casos–, tal como hay quien puede hacer mentalmente multiplicaciones muy largas en cuestión de segundos, según dicen, o memorizar páginas enteras, palabra por palabra. Pero creo que son dones especiales, y no conozco ningún método efectivos que permita a otros hacerlo. Por mi parte, leo cada vez más despacio, quizá porque gran parte de mis lecturas, desde hace diez años, son de corrección, forzosamente lentas, y ello crea un hábito. Pero es cierto que si uno capta frases de un golpe de vista, en lugar de ir palabra por palabra, se coge mejor el sentido general.
Aquello empezó en 1992, quinto centenario del Descubrimiento y comienzo de la Conquista, gestionado por el Gobierno socialista muy pobremente en lo ideológico e histórico, y con notable corrupción en lo práctico. Yo tenía grandes esperanzas en el curso, pues estaba convencido de que los universitarios ansiaban mejorar su capacidad para entender los textos y con ello su rendimiento académico. Cómo podía ser de otro modo. Pero la realidad me enseñó que, en su inmensa mayoría, estaban perfectamente satisfechos con las habilidades ya adquiridas en la enseñanza primaria y no sentían necesidad de más. De modo que los cursillos (venían a durar un mes) salían muy desiguales en asistencia, desde los bastante nutridos a los suspendidos por práctica ausencia de alumnos. Como fuere, durante siete años obtendría algunos ingresos que ayudaban a la buena marcha económica del hogar.
Al principio, mi mujer y yo, con la niña, íbamos hasta las facultades para colocar los carteles informativos, incluso en la Autónoma, pero cuando se le acabó el permiso de maternidad me hacía el recorrido yo solo, a pie, cargado con cientos de carteles de un folio, por toda la Complutense, colegios mayores y facultades, y luego por Somosaguas. Era un trabajo pesado, pues debía hacerlo a buen ritmo, en una sola jornada. Me alegraba comprobar mi buena forma física, pero a ratos me asaltaba una impresión de derrota vital: qué forma de vida azarosa era aquella para quien marchaba veloz hacia los cincuenta años. Ganaba unas perras más con artículos ocasionales para diversos periódicos, pero no me identificaba con la línea de ninguno y, desde luego, no prosperaba como periodista, más bien lo contrario.
Además, todavía andaba embrollado en las estériles peleas del Ateneo, a algunas de las cuales me he referido en otro de estos recuerdos. Peleas de una bajeza repulsiva, pero inevitables para quien creía poder hacer allí una labor cultural independiente. Los habituales del centro se dividían entre los jóvenes que iban a estudiar o preparar oposiciones, adeptos por abrumadora mayoría a un pragmatismo corraleño, y los mayores. Estos presumían a menudo de "ateneístas" y, o buscaban –por lo común en vano– explotar el Ateneo para su promoción personal, o se sumían en una pasividad cotillesca de la que solo salían para echar abajo cualquier iniciativa interesante que surgiese. Siempre con las debidas excepciones. Observando la resabiada y malévola simpleza extendida entre los jóvenes, juzgaba mucho más elevado e inquieto el talante de los universitarios de mi tiempo, pero podía tratarse de un espejismo. Los mayores tendemos a comparar favorablemente nuestra época juvenil con las posteriores. En realidad, la inmensa mayoría nunca va mucho más allá de sus intereses personales y profesionales, lo cual no es bueno ni malo. Pero también debe haber una minoría significativa con otras aspiraciones, y esa minoría parece hoy especialmente exigua. El tiempo dirá.
Por entonces tanteaba ya, sin empeño, la escritura del libro que terminaría como Los orígenes de la guerra civil española. Bendito el día en que, analizando la situación, decidí olvidar a aquel nido de víboras que era el Ateneo y concentrar mi esfuerzo en el libro, que saldría justo a finales del siglo, en 1999. No esperaba que tuviera mucho éxito: ¿quién se acordaba ya, o se interesaba por, "la insurrección de Asturias" de 1934, o la enmarcaba debidamente en la cadena de hechos que llevó al alzamiento del 36?
Al terminar cada curso universitario intentaba más clases de lectura rápida aprovechando la Feria del Libro madrileña. A ella concurría una multitud de pequeños emprendedores que colocaban en los espacios entre una caseta y otra, o en los laterales, publicidad de los cursillos más variopintos, de artesanía, autoayuda, interpretación teatral, música, tarot, libros de poesía etc. También expuse allí, con relativo éxito, publicidad de mi traducción de Bravuconadas de los españoles, de Brantôme. Pero aquella floración de iniciativas marginales, sin perjuicio para nadie, molestaba mucho a los organizadores de la feria, que han terminado por impedirla, cambiando el diseño de las casetas para quitarle el anterior espacio aprovechable para anuncios.
Volviendo a la lectura rápida, diseñé un curso muy práctico, seleccionando textos literarios clásicos, sobre todo españoles y griegos, para aumentar la velocidad, y otros de pensamiento (Marx, Monod, Freud, Suárez, Böhm- Bawerk...), para la comprensión. Porque pude constatar pronto que la gran mayoría de los estudiantes (¡y también profesores, a los que impartí algún curso, o que asistían por su cuenta!) encontraban dificultad para entender un escrito de complicación mediana. Y más dificultad aún para estructurarlo mentalmente. Un texto, en apariencia muy fácil, era el mito de Ícaro interpretado por Paul Diel como el fracaso de las ilusiones juveniles mal fundadas o vanidosas, que terminan hundiéndose en el mar de "las convenciones y trivialidades de la vida". Pese a lo explícito de la tesis, casi todos lo entendían como el contraste entre las ilusiones y las exigencias materiales, entre el idealismo y la realidad, algo por completo ajeno a lo expuesto, pero prueba de cómo ciertos estereotipos adquiridos nos hacen ver lo que no hay.
El curso, que duraba en torno a un mes, solo podía mostrar algunas reglas y procurar un ejercicio básico. Pero me di cuenta de que el método podía aplicarse mucho más ampliamente, tanto para mejorar la comprensión como para fomentar el hábito crítico, aprender a hacer preguntas y plantearse cuestiones, etc. También me percaté de que no tenía futuro como forma de ganarse la vida en un medio tan poco interesado en tales cosas, por lo que no llegué a desarrollar a fondo el método. He expuesto la idea en el blog como "gimnasia española", inútil es decir que sin otro objetivo que dejarla ahí, por si alguien quiere recogerla y desarrollarla.
Pío Moa
http://agosto.libertaddigital.com
Nenhum comentário:
Postar um comentário