Hoy me tocaba contarle como Alfonso VI de Castilla y León (o de León y Castilla, que tanto da porque castellanos y leoneses venimos a ser lo mismo desde hace mil años) a punto estuvo de perder todo lo que había conseguido en una legendaria cabalgada a orillas del Tajo. |
Pero no, voy a dar un pequeño rodeo y, como la imaginación nos permite viajar en el tiempo a una velocidad pasmosa, me voy a situar un siglo después, cuando León y Castilla se habían vuelto a separar y reinaba Alfonso IX, zamorano de nación y último monarca del reino leonés.
El noveno de los Alfonsos fue mal padre y peor marido, amigo de pendencias y constante en sus odios, que fueron muchos a lo largo de sus casi 60 años de vida. A modo de reparación hizo dos regalos a España. El primero la fundación del Estudio General de Salamanca, que devendría universidad –y de las buenas– años después. El segundo la reconquista de Extremadura, consumada con éxito poco antes de su muerte tras innumerables campañas contra los invasores almohades, los mismos que sus vecinos habían derrotado en las Navas de Tolosa, una batalla a la que Alfonso IX, muy en su línea, se negó a acudir porque ni castellanos, ni aragoneses, ni portugueses, ni navarros le dejaban ser el jefe.
La reconquista de Extremadura terminó en abril de 1230 con la toma de Badajoz. La morisma local salió en estampida hacia el sur abandonando pueblos, acequias y heredades. El yermo resultante tenía por tanto que ser repoblado por cristianos, tarea no precisamente sencilla dada la debilidad demográfica del reino leonés. Uno de esos lugares que habían quedado vacíos era la vega del Guadiana al sur de la capital. Alfonso entregó la comarca a la Orden del Temple para que la custodiase y, en la medida de lo posible, la repoblase con cristianos traídos del norte.
Se convirtió en la plaza más oriental del reino luso y en una de las joyas de la corona. Tenía nueve baluartes, uno más que la propia Badajoz, y, junto a la fortaleza de Elvas, formaba una inexpugnable muralla defensiva en el camino de Lisboa. Los sucesivos monarcas portugueses la cortejaron con atenciones, privilegios y nuevas defensas. Levantaron en ella un imponente castillo con la mayor torre del homenaje del reino y construyeron un larguísimo puente fortificado sobre el Guadiana para acudir en su auxilio al que llamaron Ponte da Ajuda.
Durante la guerra que siguió a la sublevación portuguesa de 1640 Olivenza cayó ante las tropas de Felipe IV, pero unos años más tarde fue devuelta en aras de la buena vecindad. Este fugaz episodio bélico reveló que la plaza ya no era invulnerable. Concebida para la guerra medieval, los largos asedios y las cargas de infantería sobre la muralla, sus baluartes poca resistencia podían ofrecer a la artillería y a la movilidad de los ejércitos modernos. Privada de su conexión con Elvas tras la voladura del Puente de Ayuda, nadie daba un céntimo por ella.
El coste en hombres y pertrechos era inmenso, mucho más de lo que la plaza valía. Se encontraba a tiro de piedra de Badajoz y totalmente rodeada por un enemigo que, para el siglo XVIII, era ya infinitamente superior en el campo militar. Si un ejército portugués conseguía llegar hasta ella para romper un hipotético sitio tendría la retaguardia cortada por el río, exponiéndose a una carnicería segura y a perder la ciudad. Los generales portugueses lo sabían, como sabían que su suerte estaría echada si España decidía invadir Portugal, un país volcado en el mar, en franca decadencia, sometido a los ingleses y mal defendido por un ejército valiente pero pequeño e inexperto.
Terminadas las guerras napoleónicas el monarca portugués se agarró a la napoleonidad implícita de la conquista de Olivenza para recuperarla. Sin ningún éxito. El Congreso de Viena, en un alambicado lenguaje diplomático, recomendó a españoles y portugueses que dirimiesen sus diferencias fronterizas cuando y como creyesen oportuno. Y hasta ahí llegó la reclamación legal. España miró hacia otro lado... y Portugal, a su manera, también.
Olivenza pasó de ser alentejana a ser extremeña, algo que, en rigor y conociendo la zona, es casi lo mismo. El Alentejo y Extremadura son dos regiones muy bonitas, de mucho aprovechamiento para casi cualquier cosa y con un paisaje y un paisanaje tan parecido que asusta. Durante algo más de dos siglos se ha seguido hablando un dialecto del portugués, el oliventino, que está a punto de desaparecer por falta de hablantes. La arquitectura permanece. El castillo sigue ahí como orgulloso testigo abaluartado de otros tiempos. Las iglesias y el ayuntamiento, manuelino en su fachada y del PSOE en su interior, dan fe de la centenaria presencia portuguesa.
Por lo demás hoy Olivenza es una ciudad española porque sus habitantes quieren ser eso mismo. Tanto y de tal manera que el presidente de la Junta de Extremadura, Guillermo Fernández Vara, es oliventino. Nadie en Olivenza se avergüenza de su pasado portugués, más bien todo lo contrario. El cancionero popular no falla y dictamina en una conocida tonadilla que "las muchachas de la Olivenza no son como las demás, porque son hijas de España y nietas de Portugal".
Eso en lo que toca a este lado de la raya, en el otro una minoría irredentista ligeramente enloquecida mantiene encendida la llama de la reclamación pasándose por el arco del triunfo 200 años de historia, la voluntad de los oliventinos y hasta el sentido común. Comparan el caso de Gibraltar con el de Olivenza, sin percatarse de que el primero fue ocupado y el segundo cedido y, sobre todo de que, en esencia, españoles y portugueses somos la misma cosa con nombres distintos.
Fernando Díaz Villanueva
http://agosto.libertaddigital.com
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