En agosto de 1965 llegué a París por primera vez, de paso para un campo de trabajo en Inglaterra. A mediodía había salido de San Sebastián, el autostop se me había dado mal y no había logrado pasar de Burdeos. Como el tiempo apremiaba, hice un gasto especial y tomé el tren nocturno a París. |
Los compartimentos estaban atiborrados de gente, y también los pasillos, de modo que hube de pasar la noche sentado sobre la mochila, estrechándome cuando pasaba alguien para ir a los servicios. Fue una noche infernal, más para mí, que para sentirme despierto de día necesitaba dormir de noche nueve horas y con comodidad, y así llegué a París bastante desmadejado. Mala manera de llegar, porque ya se sabe lo que significa París, y más en aquellos tiempos, cuando aun tenía bastante de capital de una Europa mucho menos anglosajonizada que la actual.
La estación de metro inmediata tenía unos planos donde, marcando la estación de destino, salía iluminado el trayecto hasta ella. El mío, hasta la estación más próxima a un albergue juvenil, era bastante complicado. El albergue quedaba como a un kilómetro de la boca del metro, y por fin llegué, al tiempo que tres jóvenes noruegos, grandones, corpulentos y barbudos, con traza de beatniks, uno de ellos con una cazadora negra sobre cuya espalda había escrito en blanco: Don´t make war, only fuck. Se refería a la guerra de Vietnam. Había muchísimos pacifistas, generalmente aficionados también a las drogas y muy partidarios de dejar vía libre a los comunistas, en Indochina o donde fuere. Al albergue llegaban jóvenes de muchos países, europeos y del norte de América, pero no vi a ningún otro español.
Supongo que descansé un rato y comí algo, y a mediodía salí hacia el centro. Callejeando desde L´Étoile, llegué a Pigalle. Sería poco después de medio día. Me detuve a mirar un escaparate donde se exhibían unas fotografías pornográficas, cuando se me acercó un tipo de aspecto amable, de entre veinte y treinta años. Me preguntó de dónde era y qué hacía, y enseguida me di cuenta de que era marica. Se insinuó ligeramente, y ante mi negativa me aclaró que no iba a presionarme, pero que sentía afecto por los españoles, y se ofreció a enseñarme algunas cosas de la ciudad. Vacilé unos momentos, pero por curiosidad seguí hablando con él. La verdad es que, con diecisiete años, yo era muy ingenuo o inexperto, más aún que ahora, y le hice algunas observaciones que debieron de divertirle bastante:
No me di por aludido. Mi aspecto distaba mucho de ser atlético, era más bien flaquillo y puede que incluso desnutrido por aquellos días. ¿Hablábamos en español o en francés? Probablemente en francés. Por entonces yo podía mantener conversaciones pasablemente complejas en francés y en inglés, aunque luego pasaría más de cuarenta años sin apenas practicarlos, con los efectos naturales.
Me dejó desconcertado y no supe qué decirle. No había imaginado siquiera la cosa. ¿Qué pasaría? Pensé que lo mismo podía pasar algo que nada. También podía considerarse la existencia de alguna cabra en la isla... El fondo de la cuestión era la actitud ante el sexo, en España bastante distinta de la de Francia o Inglaterra; la que estas mostraban me producía un sentimiento encontrado de atracción y repugnancia. ¡Aquellas mujeres tan abiertas y apetitosas, y sin embargo repulsivas en su vulgaridad!
Por la acera contraria circulaban unas mujeres muy altas y ataviadas. Al notar que las miraba, mi compañero me explicó:
Desde luego, era para asombrarse, y no acababa de creerlo. En algún momento debí de hacer una observación despectiva sobre el afeminamiento de los maricas, y él me advirtió:
– Je suis très doux, très gentil... Pero los hay brutales, muy malvados. Conozco de todo.
Y sí era muy gentil. Por pura amabilidad, pues quedó claro al principio que no debía esperar nada –o quizá pensó que la cosa podía cambiar– me guió por diversos lugares y monumentos que casi no recuerdo, entre ellos a la Torre Eiffel. A la entrada a los ascensores de la torre me llamó la atención un anuncio bien visible: "Attention aux pickpockets" (Cuidado con los carteristas), algo también difícil de encontrar en España, ya que había poca delincuencia (en Inglaterra vería graciosos avisos amenazantes a la entrada de algunas casas, dirigidas al eventual caco). En otro momento entramos en una tienda a comprar algo de comida y yo, sin pensarlo ni intención alguna, saqué del bolsillo una pequeña navaja y la abrí. En España ello no habría llamado la atención, pero la dependienta se me quedó mirando con expresión rara.
– ¡Guarda, guarda el cuchillo! Eso no se puede hacer –me advirtió severamente mi acompañante.
Aunque quedé agradecido a aquel guía –luego supe que los parisinos no tienen fama precisamente de amables, sino más bien de bordes y descorteses, sea merecida o no–, entre la mala noche pasada y el cansancio de la caminata no estaba para muchos trotes.
– Tienes cara triste – dijo al despedirnos, ya atardeciendo.
Debía de ser así. Uno llegaba a París con el deseo claro y la vaga esperanza de ligar a alguna de aquellas indígenas tan celebradas en España, pero había dado con aquel joven, excelente persona, aunque no fuera exactamente lo anhelado.
La reciente polémica sobre el homosexualismo me ha traído a la memoria este curioso episodio.
Pío Moa
http://agosto.libertaddigital.com
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