ES curiosa la política exterior de los Estados Unidos: cuando el mundo entero se opone a la invasión de un país (Vietnam, Irak, etcétera), lo invaden velis nolis, y cuando más perjuicio puede causar que lo abandonen, se marchan por el mismo procedimiento. El supuesto guardián del planeta maneja sus intereses internacionales a tenor de los bandazos de su opinión pública. Como todos, claro, pero las demás naciones carecen de su abrumador poderío militar y no se arrogan el papel de policía universal de la democracia. La derrota de Vietnam enseñó que sólo hay algo peor que una invasión imprudente, y es una retirada precipitada. En Irak al menos ganaron la guerra —sólo faltaría, con esos medios— pero la gestión de la posguerra ha sido tan desastrosa que únicamente la pueden empeorar marchándose antes de tiempo. Y parece que eso es justo lo que van a hacer.
Con una popularidad actual casi tan baja o más que la del peor Bush, Obama está ahora más atento al cumplimiento de sus promesas electorales que a las consecuencias externas de sus decisiones. Irak le importa lo preciso: él no empezó ese lío y además no logra éxitos en Afganistán, el conflicto que eligió para diferenciar la guerra justa de la injusta. Ha ordenado recoger los bártulos en Mesopotamia a sabiendas de que América no ha cumplido el objetivo de estabilizar la zona, y desoyendo las súplicas de los propios partidos iraquíes que temen un descalzaperros cuando se larguen los marines. La prioridad es ahora calmar el descontento popular en vísperas de un otoño electoral muy comprometido, en el que los demócratas pueden perder la mayoría parlamentaria y varios gobernadores. Con todo, no se van a ir por las bravas (como otros, y perdón por la manera de señalar): dejarán cincuenta mil efectivos para cubrir las mínimas responsabilidades que adquirieron cuando se metieron donde no les llamaban. Pero en Irak aún no se pueden celebrar elecciones normales, y si las que se pueden no sirven para nada: el país lleva siete meses sin Gobierno, todo un síntoma de estabilidad y normalidad democrática.
Obama no un pacifista, o al menos es un pacifista pragmático y responsable, como demostró en su discurso del Nobel: si tiene «un ansia infinita de paz» sabe que una potencia como la que dirige no está en condiciones de elegir siempre la bandera blanca. Le queda Afganistán para demostrar que el liderazgo de Estados Unidos no está en entredicho, y esa guerra no la puede perder, pero no la está ganando. Al asumirla como un conflicto necesario está obligado a rechazar la hipótesis del fracaso. Si Irak vuelve al caos (supuesto que alguna vez haya salido de él) le alcanzará una cierta responsabilidad, aunque no fuese él quien se metió en el embrollo. Dos misiones fracasadas contra el mismo enemigo, sin embargo, no se las puede permitir. Tampoco el mundo libre que, guste o no, él representa aunque sus propios intereses políticos le fuercen en ocasiones a olvidarlo.
Ignacio Camacho
www.abc.es
Nenhum comentário:
Postar um comentário