En la España de hoy se reconoce, al menos de modo formal, el derecho a tener ideas e incluso, a publicarlas en la prensa, como reclaman todas las declaraciones de derechos de la modernidad. Pero lo que no se reconoce fácticamente es el derecho a cambiarlas. |
Cambiar de ideas, y no digamos ya de partido, es algo muy mal visto y severamente castigado por la ley no escrita. Todo aquel que da un paso en ese sentido, y lo sé muy bien en carne propia, pierde amigos, dinero, respeto y hasta acaba por desvanecerse en el limbo del olvido. Puede uno recordar casos buenos y casos malos, casos de personas que pasaron de una posición justa a otra injusta, y viceversa, pero, se trate de Jorge Verstrynge, de Gotzone Mora, de Rosa Díez o de Herrero de Miñón, el proceso acaba por ser más o menos el mismo. Es insultado por "chaquetero", palabro deleznable que se aplica a todos aquellos que, empezando por Adolfo Suárez, hicieron de la España de Franco un país democrático. Y hay casos en los que también para bien y para mal, se juzga a los hijos por los padres, y aquí no quiero hacer nombres puesto que todos mis lectores tienen alguno presente.
Cuando un político cambia de ideas, sea que evolucione o que involucione, se convierte en un intelectual, mal que le pese. Y la historia de los intelectuales es siempre la historia de un proceso de cambio de ideas. Por eso hablamos del joven Hegel y del Hegel de la madurez, del joven Marx y del Marx de El Capital, y hay un San Pablo anterior a la caída del caballo y otro posterior.
Todo esto viene a cuento de una búsqueda que, por trabajo, hube de hacer en estos días respecto de la célebre conferencia pronunciada por don Miguel de Unamuno en el Teatro de la Zarzuela el 25 de febrero de 1906.
El anterior, 1905, había sido un año terrible. "Durante el bienio 1905-1906, los siguientes hechos y sucesos configuran la vida política y social de España: descomposición del partido liberal, entonces en el poder; cinco Gobiernos sucesivos (Montero Ríos, Moret, López Domínguez, otra vez Moret, Vega de Armijo); catalanismo en auge; el nacionalismo vasco comienza a hacerse notar; boda real y bomba en la calle Mayor; discusión parlamentaria de la llamada ley de Jurisdicciones; agitación obrera: huelga general en Bilbao e intervención real para resolverla; hambre en Andalucía y los reportajes de Azorín sobre ella que darán lugar a su libro La Andalucía trágica; asalto militar a la redacción del Cu-cut; agitación en el mundo intelectual –comienza a hablarse de "los intelectuales"– y manifiesto contra Echegaray; aparecen Abc y España Nueva y se constituye el trust periodístico de El Imparcial, El Liberal y El Heraldo de Madrid...", escribía hace unos años Pedro Laín Entralgo, resumiendo la situación.
Diez años atrás, en 1896. Unamuno, a quien la cuestión nacional española y la de los nacionalismos periféricos, especialmente el vasco y el catalán, siempre le habían parecido centrales, había publicado un artículo titulado La crisis del patriotismo en el número 6 de la revista Ciencia Social. En aquel año, el autor pertenecía aún al Partido Socialista, con el que rompería un año más tarde, cuando, además, entre en su etapa de meditación religiosa que tan grande saldo dejaría para la cultura española (piénsese en La agonía del cristianismo y Del sentimiento trágico de la vida). En aquel artículo reivindicaba el derecho de cada pueblo de España a "desarrollarse como es él". "La unión fecunda", escribe, "es la unión espontánea, la libre unión entre los pueblos", todos, los de España y otros, porque las naciones, como le dirá a Ganivet en una carta de 1898, "están destinadas a desaparecer".
En 1906, Unamuno, ya plenamente español, dirá que "en el fondo del catalanismo, de lo que en mi País Vasco se llama bizcaitarrismo, y del regionalismo gallego, no hay sino anti-castellanismo, una profunda aversión al espíritu castellano y a sus manifestaciones". ¡Vaya cambio el del rector de Salamanca! ¡Menos mal que Sabino Arana llevaba ya casi tres años muerto, porque su disgusto hubiese sido mayúsculo!
Y todo esto porque Unamuno era un intelectual, pensaba, estaba constantemente afinando sus ideas, ajustándolas a lo real, cambiándolas. Hubo un tiempo, ya lejano, aunque yo mismo alcancé a vivirlo, en que la posesión de Unamuno fue cuestión de honor entre republicanos y nacionales. ¿Qué hubiese hecho Unamuno de haber vivido más allá de 1936? Yo creo que probablemente lo que hizo Chaves Nogales: marcharse para no estar cuando se instalara el tirano que surgiera de cualquiera de los dos bandos. Marcharse para seguir pensando. Porque si es cierto que sabía muy bien quién era Franco, como sabía quién era Millán Astray, tampoco ignoraba los desatinos de Azaña con los nacionalistas catalanes.
Horacio Vázquez-Rial
http://agosto.libertaddigital.com
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