La primera ronda de las inminentes elecciones presidenciales de Brasil, programadas para el 3 de octubre, puede terminar siendo la única ronda, ya que Dilma Rousseff, la sucesora elegida a dedo por el saliente presidente Luis Inácio Lula da Silva, está muy próxima a ganar una mayoría directa de los votos.
El principal oponente de Rousseff, el gobernador de San Pablo, José Serra, no cobró impulso entre los votantes, debido a sus posturas inconsistentes —que van desde críticas lánguidas a la política exterior de Lula hasta un respaldo manifiesto de sus políticas sociales—. De acuerdo con algunas encuestas, Serra está más de 20 puntos por detrás de Rousseff. Lula abandona el cargo con una popularidad sorprendente para un presidente latinoamericano que gobernó dos mandatos. La economía está creciendo a una tasa de dos dígitos, y en el horizonte están la Copa Mundial de fútbol de 2014 y los Juegos Olímpicos de 2016. Gracias a la administración de Lula, millones de brasileños salieron de la pobreza, y la clase media, si bien pequeña, se ha vuelto una mayoría. Brasil adquirió una estatura internacional digna de su tamaño y de su éxito, aunque tal vez no de sus ambiciones. Su democracia es próspera y vibrante, aunque no siempre efectiva o incorrupta. Sin embargo, existen motivos para ser escéptico respecto del legado de Lula, y el hecho de que rara vez se los mencione no les resta importancia.
Primero, el crecimiento económico sigue basándose esencialmente en el consumo interno y en las exportaciones de materias primas. Ni uno ni el otro tienen nada de malo per se, siempre y cuando sean sostenibles en el mediano plazo y viables en el largo plazo. El problema es que la tasa de inversión general de Brasil se mantiene en alrededor del 16 por ciento del PBI, muy lejos de la de México o la del promedio latinoamericano, para no mencionar a China (40 por ciento). A esa tasa, la infraestructura y la competitividad del país inevitablemente decaerán.
La solución de Rousseff es una inversión masiva financiada por el Estado, a través del Banco Nacional de Desarrollo (BNDES), en sectores económicos clave (petróleo, empaquetado de carne, construcción). Pero es muy probable que esa estrategia alimente la corrupción, que ha sido una característica de la política brasileña durante décadas —y que mejoró poco en el gobierno de Lula.
Una segunda cuestión es la tan pregonada Bolsa Familia, que comenzó en el gobierno del antecesor de Lula como Bolsa Escola, y que originariamente fue pergeñada por el economista Santiago Levy en la presidencia de Ernesto Zedillo de México. Esas «transferencias de efectivo condicionales» en un principio estaban destinadas a frenar la pobreza intergeneracional, ya que servían para asegurar que los chicos recibieran alimentación, educación y atención sanitaria apropiadas. Pero en el gobierno de Lula (y, si vamos al caso, en el de Vicente Fox y Felipe Calderón en México) se convirtieron en un programa antipobreza directo destinado a la actual generación de pobres.
Nadie cuestiona la generosidad de esta mutación, pero no está claro en absoluto que los casi 15 millones de familias que reciben Bolsa Familia vayan a mantener su actual nivel de ingresos cuando desaparezca el estipendio, o que se lo pueda mantener indefinidamente. Bolsa Familia ha sido un asombroso éxito electoral, y sin duda aumentó el consumo de la base de la pirámide en Brasil. Pero existen dudas respecto de lo que puede lograr a largo plazo en términos de erradicación de la pobreza. Tercero, la retórica y los orígenes de Rousseff como militante de izquierda alimentan las dudas sobre si perseguirá las políticas económicas y sociales pragmáticas y centristas de Lula. Sus credenciales democráticas son tan sólidas como las de él, pero existen temores respecto de su aparente entusiasmo por la intervención estatal en la economía —parece creer en las virtudes del estímulo fiscal keynesiano en todo momento—, así como de su capacidad para controlar al Partido de los Trabajadores como lo hizo Lula.
La política exterior ha sido el aspecto más criticado del mandato de Lula, y es muy probable que Rousseff empeore las cosas. Como opositor a la dictadura militar que gobernó su país hace años, Lula defendió el respeto por los derechos humanos, las elecciones libres y justas y la democracia representativa. Pero les prestó escasa atención a estas cuestiones durante su gobierno, desestimando los temores sobre los derechos humanos y la democracia en toda la región y otras partes, particularmente en Cuba, Venezuela e Irán.
Lula acentuó la actitud brasileña tradicional de no inmiscuirse en los asuntos cubanos, al punto de viajar a La Habana poco después de que un disidente en huelga de hambre muriera en prisión allí. Cuando se le preguntó qué pensaba, Lula prácticamente culpó al huelguista de su propia muerte. También le dio la bienvenida al presidente iraní, Mahmoud Ahmadineyad, en Brasilia y Sao Paulo, casi como un héroe, apenas tres meses después de que Ahmadineyad se impusiera en la elección presidencial en 2009, lo cual resultó en una ola de represión violenta. Y, a un año de la elección, Lula viajó a Irán.
Lula también hizo la vista gorda frente a la creciente mano dura de Hugo Chávez en Venezuela, sin protestar o cuestionar nunca el encarcelamiento por parte del líder venezolano de sus opositores, su persecución a la prensa, los sindicatos de comercio y los estudiantes, o su manipulación del sistema electoral. Las corporaciones brasileñas, especialmente las empresas de la construcción, tienen enormes inversiones y contratos en Venezuela, y Lula ha utilizado su amistad con los hermanos Castro y con Chávez para apaciguar al ala izquierda de su partido, que nunca se sintió cómoda con sus políticas económicas ortodoxas.
La postura ambivalente de Brasil respecto de los derechos humanos y la democracia en el gobierno de Lula va de la mano de su actitud hacia la proliferación nuclear. En los años 1960 Brasil fue país firmante del Tratado de Tlatelolco, que prohibía las armas nucleares provenientes de América Latina, y así desmanteló su proceso de enriquecimiento y sus instalaciones de investigación durante los años 1990 y ratificó el Tratado de No Proliferación Nuclear en 1998. Luego, en mayo de este año, Lula se sumó a Turquía en la propuesta de un acuerdo con Irán sobre su programa nuclear, que Irán nominalmente aceptó, pero el resto del mundo no. Mientras que Brasil y Turquía sostenían que el acuerdo había sido aceptado por Estados Unidos y Europa, Estados Unidos exigía —y obtuvo, con el respaldo de Europa— sanciones nuevas y más fuertes de las Naciones Unidas, a las que solo Brasil y Turquía se opusieron.
Brasil está en la cúspide de un crecimiento sostenido, una estatura internacional más alta y la consolidación de su clase media. Pero, hasta que no desarrolle una política exterior madura que esté a la altura de sus aspiraciones económicas —una política exterior centrada en un liderazgo basado en principios, no en una solidaridad irresponsable de Tercer Mundo—, su influencia global será limitada.
JORGE G. CASTAÑEDA, EX MINISTRO DE RELACIONES EXTERIORES DE MÉXICO (2000-2003), PROFESOR GLOBAL DISTINGUIDO DE POLÍTICA Y ESTUDIOS LATINOAMERICANOS EN LA UNIVERSIDAD DE NUEVA YORK.
www.abc.es
Nenhum comentário:
Postar um comentário